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Monólogos al lado del estanque

Juan José Millás

La crisis ha llegado al parque del Retiro en forma de maná para los echadores de cartas: controlo su clientela y me parece que ha aumentado en los últimos domingos.La gente no va a que la digan el futuro cuando es feliz, que la felicidad es muy absorbente y no deja hueco más que para la dicha. La gente se sienta o se derrumba frente al astrólogo cuando no tiene nada que perder, cuando no pueden predecirle nada peor de lo que ya le pasa.

-Vas a conocer a un señor extranjero -oí que le decía un echador a una dama vestida de negro.

Parece que los señores extranjeros pueden volver a funcionar como príncipes rescatadores. Uno creía que el extranjero estaba desmitificado desde que nos habíamos convertido en emigrantes de nosotros mismos. Pero hay quien piensa que no, que la felicidad viene de afuera, sin darse cuenta de que se puede ser de afuera habiendo nacido dentro.

Ayer, en el Retiro, a la hora del crepúsculo, mientras los brujos echaban las cartas a las señoras de negro, las familias echaban miguitas de pan a los peces del estanque.

-Parecen ratas -dijo un niño.

Era verdad, el modo en que sus cuerpos grises hervían en torno a la comida evocaba un grupo de roedores despedazando una inmundicia. Al otro lado del estanque, entre las estatuas, se apreciaba una multitud de gente quieta, como a la espera de que el crepúsculo pasara para ponerse en movimiento.

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Me senté en un banco, junto al tenderete de una pareja argentina que hace guiñol. A mi lado había. un tipo en chándal comiéndose un helado y sonriendo. Tenía el cuello agrietado por alguna enfermedad e intentaba cubrirse las llagas con la mano libre.

-No puedo dejar de hablar conmigo mismo -dijo.

Compuse un gesto neutral, que no invitaba a hablar, aunque tampoco a callarse. Decidió seguir:

-O sea, empiezo a hablar cuando me levanto y ya no paro hasta la noche. Es agotador.

-¿De qué te hablas? -pregunté.

-De todo. El semáforo está rojo, por ejemplo, y me digo vaya, está rojo, a esperar tocan. Entonces se pone verde y digo bueno, vamos a cruzar, que para eso hemos realizado la inversión, la espera. Entonces me fijo en alguien y cambio de conversación. Ése es igual que mi padre, digo, mi padre tendría la edad de ése si viviera. Bueno, es todo el rato así, diciéndome cosas. Resulta agotador.

El sol se había puesto a nuestra espalda; las personas perdían identidad, transformándose en siluetas. Todo continuaba en movimiento, pero a la vez todo parecía quieto, como si la gente no avanzara a pesar de mover los pies.

-Por lo visto, le pasa a todo el mundo -continuaba el del cuello agrietado-; todo el mundo mantiene un coloquio permanente consigo mismo, lo que pasa es que no se dan cuenta. Yo me he dado cuenta desde lo de la enfermedad porque cuando vas a morir te enteras, más de las cosas.

En esto observé que un tipo metía en el bolsillo de otro unas pinzas largas, de madera, extrayendo con sorprendente limpieza unos billetes que recogió un tercero. Vi pasar a la dama oscura destinada a conocer a un señor de fuera; movía la cabeza como si se diera la razón. De súbito, tuve el sentimiento de que yo era real, como todo cuanto sucedía a mi alrededor en aquel crepúsculo infinito.

-Sigue hablando -rogué al sidoso, y me hundí en ese modesto bienestar que sólo proporcionan las cosas reales.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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