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La cultura de la subvención

Los artistas han sido, a lo largo de la historia, creadores que han puesto su obra bajo la advocación de uno, varios o sucesivos señores; desde las estancias en los castillos y cortes de sus valedores hasta los encargos de instituciones y particulares, lo cierto es que siempre han necesitado un apoyo al objeto de mantenerse ellos mismos y sus familias, un apoyo y una protección pagada con los productos de su arte. Esto fue así hasta la aparición de Honoré de Balzac, que es quien representa por primera vez y de manera más contundente la figura del artista mercader, esto es, del artista que, en lugar de acogerse a la protección de un superior en el orden social, planta su tenderete en mitad de la calle y se pone a vocear y vender su mercancía a los transeúntes.En su momento, no sólo pareció una conquista de la independencia literaria, sino el comienzo de un nuevo estilo en la vida del artista que, en el caso de Balzac, fue premiado, además de con el prestigio y el éxito, también con la consagración de un género que se convirtió, en su siglo y por más tiempo, en la cumbre del arte literario: la novela. De entonces acá, la idea del artista se ha atenido, tanto en la literatura como en la música o la pintura, a la figura balzaciana, y en todo ese tiempo sólo dos enemigos han amenazado su posición de independencia: el mercado y la subvención; dos enemigos que mantienen entre sí una relación de cara y cruz, pues no en vano lo son de una misma moneda: el poder en la sociedad contemporánea.

El mercado, al que se ha llegado a acusar de ser la nueva censura, ejerce sin duda una presión sobre el escritor, pero siempre por la persona interpuesta del intermediario -el editor, pero también el marchante, el distribuidor, el productor, etcétera-, que son quienes, las más de las veces, aprietan las clavijas al artista, puesto que pretenden conocer los gustos del público. El hecho de que haya editores que aceptan correr riesgos parecidos a los que corre el escritor que marca su territorio no deja de ser la excepción que confirma tanto la regla como la ley del mercado.

Sin embargo, el mercado no amenaza la independencia del artista en ningún caso; todo lo más restringe la difusión de su obra, pero el artista sigue siendo libre, perfectamente libre. Otra cosa es que, además de libre, quiera vivir holgadamente y ser famoso; en tal caso, puede afirmarse que el mercado es censor del éxito, pero eso resulta inevitable, porque, al mismo tiempo, es su medida. Una dictadura -franquista, estalinista..., a elegir-, cuando ejerce la censura, obliga a los libros, las películas, los montajes de teatro, etcétera, a desaparecer del mercado y, si uno se descuida, de la vida; un mercado libre selecciona, gradúa, pero no aniquila.

El artista vocacional, el que desea hacer llegar su propuesta al público en lugar de limitarse a ilustrar los deseos del público, se encontrará con problemas para alcanzar a sus destinatarios si éstos o los intermediarios no consideran conveniente tal propuesta; en esos casos, el artista puede acudir a mil y una ingeniosas formas más o menos underground de darse a conocer -así han empezado muchoso puede apelar a la subvención, bien para poder dedicarse a crear su obra, bien para hecerla llegar al público, bien para ambos menesteres.

¿Quién ofrece una subvención? Es obvio: o el Estado o los particulares. Los particulares, aparte algún caso de mecenazgo rayano en la perversión, lo harán a cambio de una recompensa no meramente artística, sino también monetaria, como las exenciones de impuestos, el halago público o el deseo de poseer a la mujer del artista. Como es su dinero, lo único que cabría reprocharles es el mal gusto en la elección de sus favorecidos. El otro donante, el Estado, se supone que asume el papel clásico en una sociedad democrática de atenuar en lo posible lo negativo o dañino de las desigualdades entre sus ciudadanos. Así, cabe incluir entre éstos a los artistas que no gozan del favor del público, pero cuyas propuestas, aunque minoritarias, merecen ser apoyadas.

En el caso del Estado no se puede olvidar que el dinero no es suyo, sino de los propios ciudadanos. Ahora bien, ¿hasta qué punto lo es de estos últimos? Ciertamente, hasta la decisión de actuar del Gobierno al que han otorgado su mandato. Así que el Estado ha de actuar de manera que no pueda ser reprochado, y para ello no existe más que un criterio: actuar de modo que convenga a su poder, pues eso será lo que contente a quienes le han dado el mandato. Y no parece muy difícil pasar a la siguiente conclusión: en toda subvención estatal hay, necesariamente, un dirigismo cultural; lo que sucede es que éste es similar al que lleva a tender un puente en un paraje y no en otro. Y el Estado debe actuar, acierte o no; lo intolerable sería que no actuase, que no se definiese.

El último personaje de esta modesta representación es el artista. El último y el más importante para sí mismo. La preservación de la independencia le compete plenamente; quiero decir que es asunto suyo y que, por supuesto, puede aceptar subvenciones, ayudas, apoyos, estímulos..., sin tener que comprarlos necesariamente con esa independencia. Hablo, naturalmente, de aquel artista vocacional para el que su obra es su bien supremo, incluso por encima del éxito o del fracaso. Pero ¿necesita él del Estado o el Estado de él para llevar a cabo esa obra? Sin duda que no. La haría exactamente igual en un caso que en el otro. Ese es su poder.

Sin embargo, entre el mercado y la subvención, el artista está tomando la mala costumbre de acariciar la segunda en cuanto el primero no le responde. En mi opinión, por este camino, la subvención tiende a extender la dejación de responsabilidad artística. No creo que sea el mejor destino del arte, pero ahí está. Lo que también están añorando aquí y allá son indicios de que se puede estar sustituyendo la subvención de la cultura por la cultura de la subvención. La primera recae con mucha más frecuencia sobre los pequeños que sobre los grandes espíritus -como propio Estado-, pero la segunda ofrece resultados más perversos, porque lo que viene a fomentar es la idea de que sólo es posible el arte si lo subvencionan, que es como considerarlo una especie protegida en peligro de extinción. El verdadero artista reta al público, el falso lo halaga. Y nadie, que yo sepa, debe esperar que le subvencione aquél a quien ha retado.

El viejo sueño de que le costeen al artista la vida y la creación ya no tiene lugar en nuestro tiempo; sin embargo, muchos parecen no entenderlo así y exigen a la sociedad una vida a cambio de una obra. El verdadero artista sabe cuál es el verdadero orden de esos términos: una obra a cambio de una vida.

Honoré de Balzac salió al mercado. ¿Habremos llegado a tal extremo de decadencia que ahora queramos retroceder a los viejos tiempos de la servidumbre?

es escritor.

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