Foxá
Cuando el fascismo telegénico hierve a borbotones en ciertas cadenas, cuando se expresa con cruda libertad cada domingo en el estadio, cuando campa enmascarado al trasluz de tantos discursos sobre la tolerancia civil y étnica, en estas ordinarias circunstancias la toman ahora con una vieja y melancólica novela de Agustín de Foxá, Madrid, de corte a cheka. Hay quien detecta en su reedición una turbia maniobra editorial propia de febrero -"cuando florecen los almendros "_, siempre vigente en la Corte de Hispania; otros acuden a la inmunodeficiencia ética del hombre finisecular y a la agonía de la creación contemporánea: todo eso facilitaría los repugnantes desentierros.Pero los francamente inmejorables son los que pronuncian su nihil obstat con la boca pequeña: "Edítese si es buena", dicen, sin explicar si ese control de calidad se extenderá a partir de ahora más allá de los textos nutridos de fascismo.
Suponiendo que detrás de esas actitudes no haya a su vez fascismo -chato, pero fascismo-, habrá que convenir que hay remilgo: el remilgo de nuestra muy remilgada izquierda literaria e historiográfica, incapaz de encararse con todo aquello que juzga innoble. La guerra la ganaron los franquistas, pero nunca les interesó escribir la historia de esa guerra y de lo que vino luego: estaban demasiado liados en gozar del presente. Así, escritores afectos o simplemente cínicos yacen en el olvido -el olvido de Foxá, de Ruano, de Camba- ante la indiferencia de la derecha. Por su lado, la izquierda, que los despreció siempre, sólo últimamente abandona la descripción y apología del ínfimo grupo antifranquista para estudiar el poder y la sociedad que fueron los realmente existentes. Para hacerlo con eficacia deberá contar con ellos: el pasado que quema es lo que conviene despellejar y no al muy apasionado, señoritingo y racial Agustín, cuarto conde de Foxá.
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