Punto final
Estuve todo el fin de semana trabajando en un relato erótico que había derivado hacia el género de terror. Tampoco es raro que el sexo y el terror se anuden: la Iglesia lleva siglos asociándolos, de ahí que a veces el terror nos excite o el sexo nos aterrorice. El caso es que llegué a la última frase, le puse el punto final y me fui a dar una vuelta. El punto final es como la maleta que tiras sobre la cama al llegar a un hotel: se deshace mejor después de un paseo.Regresé a las dos horas y, al coger el relato para repasar el desenlace, advertí con sorpresa que había desaparecido el punto final. Lo busqué por cada rincón del manuscrito como se busca una maleta extraviada y no lo encontré. Esa noche dormí mal; en algún momento tuve la impresión de que el punto final se había metido dentro de mi cuerpo y que circulaba oculto en el torrente sanguíneo buscando un punto vulnerable sobre el que impactar. Por la mañana, al preparar el desayuno, me pareció verlo sobre la mesa de la cocina, pero al ir a cogerlo advertí que se trataba de una mota de café.
Entretanto, me llamaron de la publicación que me había encargado el cuento urgiéndome para que lo presentara. No podía enviarlo inacabado, de manera que revisé de nuevo el manuscrito. En esto entró mi madre en la habitación y, mientras hablábamos, me pareció ver el punto final del relato en el lóbulo de su oreja derecha. Quizá se lo había transmitido al besarla, como una enfermedad. Esa noche, cuando estaba dormida, inspeccioné con una linterna su lóbulo y comprobé que la mancha tenía la misma forma que mi punto final, sólo que al tratar de cogerlo con unas pinzas advertí que se trataba de un agujero. Me asomé a él como al ojo de una cerradura, y vi dentro un desenlace perfecto para mi relato erótico o de terror; lo malo es que ese punto final del cuento era también el de mi vida.
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