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El hombre de los pájaros

Siempre recordaré con alegría y reconocimiento las excursiones que hacíamos los alumnos del Instituto-Escuela a lugares interesantes de nuestra geografía o nuestra historia, y que constituyeron una de las muchas innovaciones pedagógicas de aquella institución ejemplar creada por la Junta de Ampliación de Estudios. Nos ponían a los muchachos de la ciudad en contacto educativo con la naturaleza, los monumentos y el arte de nuestro país. Al mediodía solíamos parar un rato en el campo, cualquiera que fuera la índole cultural de la jornada, para suprimir allí la hambrecilla o el cansancio, y siempre, Francisco Bernis, uno de mis compañeros de clase, se escabullía del grupo en busca de nidos, huevecillos y otros vestigios de las aves y pájaros del contorno. Era, claro, uno de los preferidos de los profesores de Ciencias Naturales que nos acompañaban, a los que incluso descubría a veces variedades o costumbres de esos animales alados que ellos mismos desconocían. Más bien bajo, menudo, pecoso, dinámico, era además un buen deportista.Terminado el bachillerato, lo perdí de vista, cada uno llevado por el viento de su 1 propio destino, hasta que un día, hacia finales de los cuarenta, nos encontramos y supe que era ya un famoso especialista en ornitología y catedrático de la Facultad de Biología de la Universidad de Madrid. Bernis se había convertido, gracias a su vocación y sus dotes, en uno de los españoles más entendidos en migraciones de las aves. Mantenía -y aún mantiene tras su jubilación- una relación científica asidua con sus colegas extranjeros, pues esas aves trashumantes, de alas infatigables, ignoran las fronteras políticas y buscan en su amplio vuelo internacional las zonas de la tierra favorables a su alimentación y procreación.

Recorrer el campo en compañía de mi amigo es una delicia y un enriquecimiento porque nos va descubriendo rincones en los que no habíamos reparado, nos da los nombres de las bandadas de aves que aparecen por el cielo, y convierte así el paisaje en algo vivo, en movi-. miento, donde las distintas especies explican ese equilibrio biológico, tan necesario como maltratado actualmente. En cierto modo, nos iba dando la respuesta antes de que se nos ocurriera la pregunta. Yo le pedí en cierta ocasión que me llevase a ver a la ortega, un ave migratoria que en España se ha hecho sedentaria, a la que mi familia trataba como algo pariente. De cuando en cuando íbamos a visitar la vitrina que exhibía un grupo de ellas en el antiguo y entrañable Museo de Ciencias Naturales, en los altos del viejo hipódromo. Allí aparecían varias disecadas, fingiendo volar unas, otras marcando las huellas de sus patas en una nieve imitada con ácido bórico. Al fin, un día, Bernis me condujo a las frías comarcas del páramo leonés, y no tardamos mucho en ver volar a gran altura una bandada de ortegas. Su nombre -y quizá nuestro apellido- viene de órtyx (de donde, asimismo, codorniz) y son muy buscadas por los cazadores, por su carne, muy sabrosa, pero más bien por la dificultad de alcanzarlas, dado su alto vuelo, mucho más largo que el de la perdiz, su prima hermana.

Leyendo un relato del venezolano Mariano Picón Salas -escritor injustamente olvidado- titulado Viaje al amanecer, me acordé de mi compañero Paco Bernis cuando hablaba el autor de un tal Mocho Rafael, uno de sus camaradas de infancia que fue su "maestro de geografía aérea", pues vino a descubrir, "mirando aquellos cielos que nunca descansan porque siempre los recorren bandadas de pájaros, que existía una geografía aérea llena de signos y mensajes". Cuando pasó una bandada de dispersos zamuros (Cathartes aura o buitre de cara roja, según me aclaró después Bernis científicamente), aquel sabio chavalillo que siempre vivió en la montaña le explicó al gran escritor: "Estamos en abril. Esos zamuros van a cambiar pico y plumas en el páramo de Niquitao, allá por los lados de Trujillo. Deben encontrarse el Viernes Santo a las tres de la tarde, la misma hora en que murió Nuestro Señor. Se juntan con los otros zamuros que habrán venido del llano o de la costa, eligen sus reyes y se separan hasta el otro Viernes Santo". Bernis es capaz de precisiones similares sobre las especies migratorias de nuestra Península.´

"Algunas aves", me dijo una tarde, "han desarrollado migraciones enormes aprovechando al máximo la alternancia de los veranos naturales de un hemisferio a otro. El charrán ártico, por ejemplo, un ave elegante pariente de las gaviotas, pasa meses de luz continua, sin que cierre la noche, en el verano ártico, cuando cría, y meses de luz igualmente permanente en el verano antártico, cuando se reproduce. Pero no creas", me añadió, "que esos animales viajeros, tan destacados y potentes, sean capaces de elegir a capricho su patria de reproducción o de variar a su placer la magnitud y el destino de sus viajes. Nada de eso: todas las aves ' incluso las -más formidables migradoras, son esclavas de su terruño natal y procuran realizar puntualmente sus viajes sin desbordar su banda migratoria habitual".

El hombre ha tendido a simbolizar determinadas virtudes o defectos de sus congéneres en los animales: la fortaleza del león, la astucia del zorro, la maldad de la serpiente; asimismo, en las aves: la magnificencia y la vista del águila, la ambición de la lurraca, la dulzura de la paloma, la tacañería del cuervo. Hay aves fracasadas que no saben volar, como la desgarbada avestruz o la desaparecida moa de Nueva Zelanda, pero las grandes migradoras saben volar tanto en vuelo batido como planeando aprovechando los vientos.

Aprendí mucho de mi amigo Bernis. Me dio algunos datos curiosos del canto y la voz de los pájaros. Por lo visto, las hembras cantan menos que los machos, lo cual puede considerarse un privilegio sexual intolerable, y a veces lo que emiten no es propiamente un canto a través de su siringe fonadora, sino ruido del batir de alas, como en el sisonte, llamado así por el siseo que produce. También existen en el mundo de los pájaros los imitadores, como los cuervos y las urracas, que no. tienen canto propio, sino que imitan gritos y cantos de otras especies. Y el maravilloso ruiseñor, que canta en estrofas diferentes. Pero lo que más envidio a Bernis es que escuchó, en plena selva centroamericana, a la codorniz silvícola, cuyo macho canta una parte del canto que la hembra completa después: el macho canta primero corcoró, y la hembra a seguido: vado, de donde resulta el corcorovado, un canto precioso.

A juicio de este gran especialista de los seres que están en el aire, existe la cigüeña negra, aunque resulte tan infrecuente y dificil de ver, por tanto. Un discípulo suyo, vecino de San Lorenzo de El Escorial, observó un día que en una de las chimeneas del monasterio, donde todas las primaveras vienen las cigüeñas a hacer sus nidos, había una cigüeña negra. Se lo comunicó enseguida al maestro, pero al día siguiente se atrevió a llamarle por teléfono para decirle que se había marchado. Siguió vigilante, y un buen día volvió a aparecer. El profesor Bernis, que estaba entonces en Galicia, tomó el expreso -no existía todavía línea regular de aviones y se bajó en El Escorial -donde aún paraban los trenes rápidos- y llegó ilusionado a la lonja, frente al monasterio, donde le esperaba ufano su discípulo. En efecto, en lo alto de la chimenea del ala ocupada por los monjes se veía, incubando sus huevos, a una cigüeña negra. Para cerciorarse, Bernis sacó unos gemelos, los enfocó hacia aquel raro ejemplar... y su entusiasmo se desmoronó cuando vio salir humo de la chimenea al levantar el vuelo la cigüeña y descubrir su cándida coloración ennegrecida por el hollín de las cocinas monacales. Miró entre austero y compasivo a su consternado alumno y le dijo: "No se desanime. La cigüeña negra existe y algún día, usted y yo, lograremos verla".

Según mis noticias, mi amigo Bernis no ha conseguido todavía ver a la cigüeña negra. En cambio, ambos hemos conocido el mirlo blanco de una buena amistad.

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