No es cosa de broma
Algunas personas que siguen con benévola afición los escritos que suelo dar a la prensa diaria han extrañado últimamente la relativa infrecuencia de mis comentarios a la actualidad. Y es que la actualidad está ofreciendo tan indigestos productos que apenas se atreve uno a ingerirlos y, menos, a devolverlos en ingrato análisis. Dos temas han ocupado estos días de modo preponderante a los medios informativos: el de la disputa de las lenguas oficiales en Puerto Rico y el de las postulaciones del señor Arzalluz, dirigente político en el País Vasco, acerca de la singularidad racial de los genuinos y legítimos pobladores de ese país. Me parece que no por azar se da entre ambos temas una conexión íntima, y voy a atreverme a opinar acerca del asunto.Cuando, hace poco más de un año, el entonces gobernador de Puerto Rico promulgó una ley declarando el español única lengua oficial de aquel Estado libre asociado, su Gobierno me invitó, Junto con otros miembros de la Real Academia Española, a tomar parte en una celebración destinada a solemnizar el acontecimiento. Me abstuve de concurrir, pero aproveché la oportunidad para publicar en este periódico un artículo donde, con pretexto de la iniciativa puertorriqueña, denunciaba la incuria y la no demasiado disimulada persecución que, tras haber sido oficializadas aquí las lenguas regionales, está sufriendo en nuestra Península su lengua castellana, es decir, la española de expansión mundial.
En efecto, quienes toleran que el idioma común de los ciudadanos se vea reducido entre nosotros, si acaso, a mera asignatura enseñada a los escolares como cualquier otra lengua extranjera acogieron, sin embargo, con gran alborozo la ley que en Puerto Rico la proclamaba "única oficial" de aquella comunidad, e impremeditadamente echaron las campanas al vuelo por algo que, en definitiva, era una actitud de inspiración chovinista.
Con la mejor voluntad, quise interpretar yo entonces ese acto de gobierno, es decir, la ley que negaba carácter oficial a la lengua inglesa en un Estado políticamente vinculado a Estados Unidos de América, como "respuesta tácita -aunque no menos contundente- a las disposiciones que en varios Estados de la Unión norteamericana recientemente decretaron para sus respectivos territorios la oficialidad única de la lengua inglesa"; pero al mismo tiempo la calificaba de "redundante, quizá excesiva y ya innecesaria", para concluir afirmando que en esta hora histórica "resultaba indispensable que las gentes desarrollen un espíritu de civilizado respeto y serena aceptación de la pluralidad lingüística, sin que nadie trate de forzar por vía autoritaria aquello que, siendo derecho natural de cada uno, debe quedar librado, en vía competitiva, a los espontáneos despliegues de la vida cultural". De esta manera reticente y como al sesgo quise dar a entender mis reservas frente a un acto de gobierno que me parecía insensato. Pues lo cierto es que, a partir de la situación colonial en que quedó la isla cuando, a finales del siglo XIX, hubo de pasar del dominio español al de Estados Unidos, Puerto Rico había ido logrando, a través de un denonado e inteligente proceso, un estatuto de amplia autonomía, con autoridades propias democráticamente elegidas y bajo unas condiciones ventajosas, según las cuales esa comunidad se ha desenvuelto hasta ahora muy satisfactoriamente. Que la lengua inglesa pudiera ser usada allí con carácter oficial, en paridad con la española, era exigencia natural y lógica, siendo como son inexcusables las relaciones institucionales entre el Estado asociado y el Gobierno federal norteamericano. Excluirla tan expresa y deliberadamente pudo bien haberse sentido como un acto de desaconsejada provocación que, sin embargo, no produjo en su día reacción alguna por parte de este Gobierno.
Reacción la ha habido, sí, en cambio, por parte del pueblo de Puerto Rico, pues, pese al halago del Premio Príncipe de Asturias que, muy solícita, le había otorgado la madre patria, no ha tardado ese pueblo, según se ve, en pronunciarse con el lenguaje inequívoco de sus votos en contra de dicha ley. Y es que, de seguro, la mayoría de las gentes, a la hora de votar, se atienen a los dictados del sentido común, dejando para las verbenas patrioteras esas efusiones nacionalistas que con tanto ardor calientan en cambio los cascos de muchos pretendidos intelectuales.
Por azares de mi vida, debí pasar yo algunos años en Puerto Rico, y ello fue en la época, ya remota, en que se luchaba allí por el legítimo derecho a usar oficialmente la lengua del país, hasta haberse logrado tan justa reivindicación, y durante ese lapso pude presenciar los delirios de un nacionalismo índependentista que, de entonces acá, se encuentra cada vez más desasistido de expresión numérica en las urnas. Los más destacados portavoces de independentismo tal -descendientes de gallegos, de catalanes, de andaluces y de negros africanos- hubieran deseado, si pudiesen, resucitar el idioma de los extinguidos aborígenes taínos para enseñárselo a sus hijos, pero, faute de mieux, se acogían al español vernáculo, sin perjuicio de motejar como extranjeros a los españoles residentes. Aquella estrechez de espíritu, que por suerte resultó ser siempre minoritaria, es la que promueve ahora estas inocuas alharacas con tanta complacencia reflejadas por nuestra televisión en los pasados días.
Ante los horrores de que la historia contemporánea nos ha hecho testigos y de los que sin cesar nos depara muestras flagrantes el cotidiano menú informativo, me pregunto yo si es que hay un nacionalismo que pueda considerarse inofensivo. La verdad es que no lo creo: cualquier nacionalismo, por minúsculo que sea, por mansueto que parezca, por agazapado que esté, encierra el germen de una potencial perversidad capaz, llegado el momento, de aterrorizar a sus más ingenuos secuaces. Ingenuo sería suponer que hay un nacionalismo bueno, confortador, y otro nacionalismo malo, temible. En nuestra democracia actual, cuando ya parece haberse renunciado de hecho al rancio, retórico, vacío y repugnante nacionalismo españolista y todos concedemos un respeto casi supersticioso a las idiosincrasias locales, en lugar de aquél vemos alzarse y levantar cabeza nacionalismos de vía estrecha, no más palatables ni menos ridículos, ante cuyos excesos se prefiere hacer la vista gorda.
No tan cauteloso como otros líderes, el presidente del Partido Nacionalista Vasco ha mostrado por fin el fondo de sus íntimas convicciones proclamando la diferencia genética que distingue, según él, al pueblo cuya representación se arroga, y declarando el miedo de que los de fuera puedan contaminarlo y bastardear su noble carácter. Una vez más sale a relucir ahí el conocido lema de "la tierra y la sangre...". Podemos confiar en que ese nacionalismo aldeano todavía no propugne abiertamente los métodos de limpieza étnica que con tan eficaz entusiasmo están practicándose en otros lugares de Europa; pero sin llegar por el momento a tales extremos, ¿no podría empezarse acaso proponiendo establecer un servicio gratuito de transfusión de pura sangre vasca a beneficio de aquellos vascos a quienes aflija la desgracia de apellidarse García, Pérez, Gómez o Rodríguez?
Pero, no; ¡basta!; cuidado, que esto no es broma.
es miembro de la Real Academia Española.
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