Autoparodias

El otro día escuchaba en la radio una parodia de Felipe González llevada a cabo por Javier Capitán y Figuerola-Ferreti, cuando de súbito advertí que se trataba del propio González imitándose a sí mismo. La cosa te ponía los pelos de punta, más por razones literarias que políticas: esa caricatura del propio discurso es enormemente eficaz en el cine y en las novelas de terror, porque anuncia una suplantación de la propia personalidad a la que todos estamos expuestos: aquella en la que el impostor viene de lo más hondo de uno mismo. Véase Borges.Se comprende que Felipe González tenga vocación de efigie: quizás se la merece si consideramos esa rara capacidad que posee para convertirse en la representación material de sí mismo. Lo malo es que eso crea un modelo de comportamiento cuyos efectos para la colectividad son devastadores. A los pocos días de la autoparodia realizada por González en la SER, Arzalluz, por ejemplo, empezó a imitarse a sí mismo como un loco, y daba miedo oírle hablar de los zulúes y el RH tras haber usurpado violentamente su propia personalidad. ¿Y qué les parece la terrorífica parodia de Roca hecha por Roca? Eso, por no hablar de la espeluznante imitación que del programa familiar y amable de Nieves Herrero hizo la propia Herrero desde Alcásser.
La virtud de las buenas parodias es que sacan a relucir lo peor de uno mismo. Mientras te parodian los otros, el asunto puede resultar gracioso porque se parte del presupuesto de la exageración inherente a toda caricatura. Pero cuando los personajes públicos se convierten en ninots de sí mismos y pasean sus narizotas de cartón frente al público, el público se encoge de terror, porque intuye que ese asalto a la identidad realizado desde la propia identidad se parece mucho a la locura.
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