Como viajar al extranjero sin salir de Madrid

Subí a un autobús sin mirar qué número tenía ni qué recorrido efectuaba. Me senté al fondo y cerré los ojos. Al poco estaba ya totalmente desorientado, pero comencé a imaginar que el autobús bajaba por López de Hoyos en dirección a Ciudad Lineal, como un tranvía que hacía ese trayecto cuando yo era pequeño y que un día atropelló a una niña. Aunque no vi el cadáver, lo recuerdo con esa precisión con que se recuerdan las cosas de la infancia que no se han llegado a ver.Así que mientras me desplazaba espacialmente a la Ciudad Lineal, donde ahora le han puesto una estatua absurda al pobre Arturo Soria, cronológicamente descendía la pleistoceno de mi vida, donde, como se ve, hay abundancia de restos humanos fosilizados. Cuando calculé que había llegado lo suficientemente lejos en ambas direcciones, abrí los ojos, miré por la ventanilla, y, como suele suceder siempre que hago esta tontería de subirme a autobuses que no sé adonde van, no sabía dónde estaba. Además, como una parte de mí se había quedado al final de López de Hoyos, y otra en el periodo cuaternario, tardé un poco en reunir todos los trozos y hacerme cargo de la situación.
Bajé del autobús y caminé por una calle con las aceras rotas y las fachadas de las casas arrugadas, como las cajas de cartón expuestas mucho tiempo a la intemperie. Sabía que estaba en Madrid, pero lo cierto es que podía estar en cualquier parte del mundo; de hecho, sé que hay calles como esa en Estambul, Atenas, Lisboa, Berlín Oriental, pero también en Nueva York y Bruselas. En todas las ciudades del mundo hay una calle como esa, que quizás sea la misma. A lo mejor -pensé-, éste árabe que ahora se cruza conmigo se está cruzando conmigo también, en este mismo instante, en una calle idéntica de París o de Londres. Me abandoné a la sugestión de encontrarme en el extranjero y paseé despreocupadamente observando las fachadas y los cubos de basura. Todo tenía ese aire familiar de las cosas remotas en las que uno ha ido fraguándose como individuo. De un portal que parecía una esquela salió un sujeto que llevaba debajo del brazo un ataúd pequeño con la naturalidad con la que otros llevan una caja de mufiecas.
En un bar tomé un huevo duro y un vaso de vino, mientras desafiaba con la mirada a un tipo que había notado mi condición de extranjero y que me observaba con impertinencia para ver si yo titubeaba. Cuando salí, cambié de dirección y vi un puente con coches hacia el que me dirigí. La tarde comenzaba a cerrarse como una cremallera por encima del tráfico y. hacía mucho frío. De la zona sur de la cremallera, que aún permanecía abierta, venía un resplandor rojizo o violeta en el que viajaban partículas en suspensión; ese trozo de cielo parecía un algodón corrompido por los juegos de una herida infectada.
Entonces vi que un autobús se detenía cerca de mí y subí a él a ciegas. Volví a cerrar los ojos e imaginé que era un trabajador turco que regresaba a su barrio, situado en el extrarradio de Bruselas, después de una agotadora jornada de trabajo. Cuando abrí los ojos, había un cura a mi lado. Bajé del autobús y me dejé tragar por la primera boca de metro sin saber cuál era. Llegué hasta el andén con la mirada en el suelo para no saber dónde estaba y salí a la superficie tres estaciones más allá. Había una plaza llena de comercios baratos y puestos callejeros donde personas de raza negra vendían cinturones, bolsos de piel y pañuelos estampados. Allí cogí un taxi y volví a casa, de donde había salido después de comer. Mientras ponía la mesa para la. cena, mi madre me preguntó que cómo me había ido, pero no le dije que había pasado la tarde en el extranjero para no preocuparla, porque es muy asustadiza y no le gusta viajar..
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