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Rosa Montero

La sociedad de consumo es un dragón, y los humanos, materia altamente combustible para el aliento ardiente de la bestia. Lo que quiero decir con esta metáfora tan mona es que tenemos la voluntad y el cerebro derretidos por la fiebre tonta de adquirir. Todos hemos comprado alguna vez artículos que no sólo no necesitábamos, sino que en el fondo ni siquiera deseábamos. La perversión consumista consiste precisamente en eso: en hacerte creer, por un hipnotizante momento, que ansías algo que en realidad te importa un bledo. Y si los mayores nos sometemos con semejante docilidad a los espejismos, imaginen los estragos que han de sufrir los niños.Ahora, en Navidad, la publicidad se ensaña con los más pequeños. Irrita, en primer lugar, la estupidez en sí de las ofertas, esa multiplicación hasta el absurdo de las innovaciones, con muñecas que paren, que hacen pis, que vomitan, que chillan, que chupan, que les crece el pelo y otras lindezas corporales que las hace más apropiadas para el vudú que para jugar con ellas. En Inglaterra venden estas Navidades unos muñecos que se meten en un coche de juguete y se estrellan contra la pared: si el muñeco no lleva puesto el cinturón de seguridad, queda descuartizado. Se incluye también un gatito aplastado, con las huellas de un neumático impresas en el lomo. Esto debe de ser lo que algunos consideran un juguete didáctico.

Irrita, además, la ideología de los anuncios, tan convencional, sexista y reaccionaria. La violencia de los juguetes de guerra para los chicos, la cursilería doméstica para las niñas. Con todo, lo peor que he visto es ese anuncio de una niña que le dice admirativamente a un niño: "¡Mmmmm, tu chaqueta vaquera es de la marca XXX! Me parece que vamos a ser buenos amigos". Un anuncio tan clasista y tan canalla como ése merecería ser prohibido.

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