El populismo revivido
Mientras don Alfonso Guerra presenta los logros de 10 años de gobierno socialista, el que fuera su factótum en Sevilla se sienta en el banquillo, lo que ya de por sí es el mejor comentario a cualquier discurso triunfalista, ante un público seleccionado de tal forma que se tenga la seguridad de que nadie va a señalar tan significativa coincidencia. La vista oral ha confirmado que, efectiva mente, se hicieron negocios privados en el despacho sevillano del entonces vicepresidente del Gobierno y todavía hoy vicesecretario general del partido gobernante. Los que creyeron que podían ignorar la responsabilidad política, escudándose en el pretexto de que no existiría otra que la penal, demostrada en juicio, no han hecho, como algunos advertimos a su tiempo, más que programar coincidencia tan cargada de valor simbólico.La judicialización de la política que los dirigentes socialistas propugnaron para tratar de escapar a la responsabilidad política ha puesto en entredicho al Estado de derecho, sin que por ello hayan conseguido contener el escándalo; todo lo contrario, las vistas orales y subsiguientes sentencias prolongarán por largo tiempo el caso Guerra y los otros acumulados con el mismo proceder, con costes crecientes no ya sólo para el partido en el Gobierno, sino para el conjunto de las instituciones democráticas.
A lo largo de 1990, cuando entre los socialistas todavía imperaba la ley del silencio -en el último año, algunos han empezado a balbucear-, dediqué varios artículos al tema, insistiendo en que un rasguño, si no se trataba a tiempo, podía degenerar en gangrena, así como en las diferencias obvias entre la responsabilidad penal y la política, posición que ha terminado por prevalecer en la opinión publicada, pero que, al parecer, todavía no ha calado en los ámbitos gubernamentales, a juzgar por la increíble afirmación de que no habría más corrupción que la que haya quedado demostrada en sentencia firme.
La presunción de inocencia es un bien constitucional al que tiene derecho todo ciudadano, pero que, en primer lugar, se debilita cuando, como en el caso de don Alfonso Capone, los procesos se acumulan, aunque, a falta de pruebas, de todos saliera libre, menos del último, que le llevó a la cárcel en 1931 por evasión de impuestos -es lo único que se le pudo probar-; y en segundo lugar, no es aplicable sin más a la responsabilidad política, que permanece mientras lo exija una buena parte de la ciudadanía, escandalizada ante comportamientos que podrán no ser delictivos, pero que se consideran intolerables.
En el reparto de responsabilidades, el político, en función de su cargo, tiene ventajas e inconvenientes: penalmente, nadie puede ser condenado por una simple acumulación de indicios, aunque parezcan lo suficientemente fundados para ser procesado, sin que un tribunal sopese las pruebas y dicte sentencia, y, desde luego, cabe que el acusado recurra al silencio para facilitar su defensa. Don Alfonso Capone, haciendo uso del derecho a no declarar en su contra, consiguió librarse por falta de pruebas de buena cantidad de delitos, menos al final, que se le pudo probar uno fiscal. En cambio, el hombre público tiene que asumir la responsabilidad política que se derive de meros indicios y rumores, mientras no logre disipar las sospechas con un diálogo abierto y convincente con la ciudadanía: el silencio contumaz en el político no hace más que reforzarlas.
Como el señor Guerra sabe que en cualquier lugar y momento puede encontrarse con un ciudadano que le pregunte por el dilema de marras -si es que no se enteraba ni siquiera de lo que pasaba en su despacho, o, si estaba enterado, por qué lo toleró-, no deja que nadie se le acerque sin los filtros correspondientes. Hemos llegado a la paradoja de que un hombre público sólo puede subsistir si se mantiene herméticamente apartado de la gente. Ahora bien, la separación tajante, de un lado los políticos y de otro los ciudadanos, no encaja en un sistema democrático que debe basarse tanto en la transparencia del ámbito público como en la igualdad de todos los ciudadanos, sin espacios cerrados para nadie.
Han pasado tres años, y las aguas residuales, removidas por los escándalos posteriores, lejos de haberse calmado, producen cada vez mayores daños a la credibilidad de las instituciones. Cuesta trabajo asumir que el interés egoísta de unos pocos pueda anteponerse de manera tan cínica al bien de unas instituciones democráticas, en las que dicen creer y defender. Máxime cuando el tipo de defensa al que se recurre -negar la evidencia, callar sobre lo que se pide aclaración e inventar el mito de la conspiración de la derecha- ha puesto a todo el partido contra las cuerdas, incapaz, pese al altísimo precio que está pagando, de salir del dilema de o bien ser cómplice con el silencio, o bien, si se abre la boca, empeñarse en que no habría más responsabilidad que la penal, después de haberse dictado sentencia firme, o bien adscribirse a la teoría insostenible de que todo es producto de una conspiración de la derecha.
Y como un silencio impone otro, hemos llegado a la situación de que lo que los socialistas dicen en público cada vez tenga menos que ver con lo que importa a la gente. La falta de comunicación entre políticos y ciudadanos es el síntoma más claro que define la gravedad del momento, y lo digo consciente de las implicaciones sociales que conlleva el que la política económica realizada haya perdido credibilidad, cierto, de manera tan exagerada, como antes era exagerado su prestigio. En situación tan delicada, una de las personas que ha llevado al partido gobernante a tan precaria situación se atreve a levantar la voz para decir que el mismo partido que él ha contribuido a desacreditar tan eficazmente sería, además, imprescindible para la articulación política de España.
Hace años que, sotto voce, los dirigentes socialistas mencionan. esta función vertebradora del PSOE con el aire compungido y preocupado que corresponde: muy negro sería el destino de la democracia española si ésta reposara sobre un solo partido; si así fuera, habría que tratar entre todos de poner remedio lo antes posible a situación tan calamitosa. Una democracia es real si en ella se da la posibilidad de la alternancia. El que el centro-derecha esté minado por sus divisiones internas, y sobre todo por los nacionalismos periféricos, es una noticia harto grave y demasiado conocida que debe preocupar seriamente, pero en ningún caso, si es que de verdad importa el futuro del Estado democrático en España, cabe instrumentalizar partidariamente.
Pone los cabellos de punta que el político que, fuera de la teoría de la conspiración, no ha hecho el menor comentario sobre los distintos casos de corrupción vinculados a su persona o a su partido, que el político que se ha atrevido a reinventar eso de un líder, un programa y un partido, remedo de un monolitismo antipluralista de infausto recuerdo, sea capaz de recurrir al papel vertebrador del PSOE, como si se tratara de un argumento electoral. "Españoles, si queréis mantener la unidad del Estado, si queréis conservar el orden público, no hay alternativa a un partido, por mucho que haya contribuido a desmoralizar a la sociedad y a subvertir el Estado de derecho". Dibujar la catástrofe en el horizonte para que el presente aparezca como un mal menor es viejo recurso de los conservadurismos de todos los tiempos, y los españoles lo hemos vivido durante demasiado tiempo para que pueda hacer mella, o al revés, tal vez por ello, no dejará de ser eficaz. Nada más peligroso en la coyuntura actual que apostar por un nacionalismo del Estado como contrapartida a los nacionalismos periféricos. El lerrouxismo populista es la amenaza más grave que se cierne en el horizonte; ojalá que la campaña electoral que acaba de empezar no se pierda por miasmas tan hediondas.
es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.