Ni Dios ni amo: malicias barrocas
Se ha hablado estos últimos años de que vivimos una época neobarroca. Así se explicaría la convivencia en nuestro mundo de los criterios racionalistas con las tendencias étnicas y populistas, de la afirmación del autoritarismo religioso junto con la continuación de los modos democráticos, idealmente igualitarios, de decisión. Se trae a cuento el barroco para comprender esta plétora estética que parecemos vivir, en la que bajo el marbete de la diferencia y el pluralismo se cuela también la vieja cantinela conservadora de que somos distintos porque somos esencialmente desiguales. O sea, que no todo era pirotecnia y artificio y alegre desenfreno del todo vale en este nuestro neobarroco. Está la cara fea del benéfico pluralismo. Y esa cara fea tiene un nombre muy concreto dentro de la indudable torsión que nuestras sociedades sufren -como siempre- al compás del cambio generacional y el cambio de poder y el recambio de grupos dirigentes. Es la resistible ascensión de un tipo inédito de ciudadano: el cínico democrático.Quemamos etapas a toda marcha. Ya no estamos en el ,barroco, sino en la época posnapoleónica. También entonces, al calor de tantas restauraciones, ascendieron los cínicos. Pero los de entonces, configurados con perfección por el conde Mosca en La cartuja de Parma -uno de los más filosóficos libros de estos últimos tiempos-, se diferencian de los de ahora en un detalle nada secundario: los cínicos todos hasta hoy han fingido. Unos han respondido a la admirable sentencia de La Rochefoucauld Ia hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud", y muchos otros se han esforzado por lo menos en fingir la fe que no tienen, en practicar un código del honor sin el cual ni siquiera puede remedarse la excelencia que ni se posee ni se busca. Los cínicos de nuestra situación, óigame usted y créame, pasan de toda fe y de todo honor, y no fingen en absoluto. Es que son así. En eso consiste su aportación al oficio de cínico: como viven unos tiempos en los que no es preciso para nada creer en verdades absolutas, simplemente se pasan por el arco del triunfo todo lo que no sea su exclusiva persona. Fijémonos, en que esto no es nada sencillo. Sus antecesores en el cargo tuvieron que cargar con alguna fe, como, por ejemplo, aquellos que seguían las enseñanzas ultrarreaccionarias de los De Maistre y demás, que no creían en nada humano excepto en el caos y en nada sobrehumano excepto en Dios providente. Pero ahí reside el problema. En cuanto uno admite una fe, aunque sea cínicamente para provecho propio, queda preso de algunos lazos como la obediencia, la fidelidad y el honor que les son debidos a quienes administran esa fe. En cambio, nuestros cínicos actuales han superado esto. Como toda fe se ha relativizado, ellos se han apresurado a tirar por la borda la obediencia y la fidelidad. Ni obedecen ni son fieles, sino que sencillamente guardan cola los muy cautos en espera de su oportunidad. En cuanto al honor, no me extraña que vuelva a hablarse de él, porque el sistema se muestra incapaz de preservarlo en cuanto unido a la excelencia de la persona y no a la mera jerarquía. Así como Nietzsche dejó dicho que en realidad la virtud aristocrática -y por tanto la del ultrahombre- es la obediencia, así ocurre que estos vasallos cínicos nuestros, en vez de ponerse a la búsqueda del buen señor, se dedican a disputarse entre sí sus parcos privilegios con bien de caradura y sin respeto por nadie. ¿Qué otra cosa es la demagogia sino esto que digo más el engaño sistemático al adversario y el reparto discriminado de prebendas a los semejantes?
En las empresas, en las oficinas, en la Universidad, en las iglesias, en los partidos, asistimos a una concentración de poder que se contrae hacia lo que mosén Xirinacs llamó en alguna ocasión "el extremo centro". Hacia ese centro convergen antiguos izquierdistas que vivían su fe como una constricción llena de temor por el porvenir y de astuta previsión , pensaban, ante lo que sin duda se nos caía encima ("Señora, que están los chinos en Veriña", clamaban a pie de fábrica los sesentaiochistas de mi pueblo agitando el Dodge Dart de la enjoyada y asustada esposa del ingeniero). Ahí han recalado también piadosos y juiciosos triunfadores que aún conservaban, durante su encumbramiento, las buenas maneras recibidas de la grave dad y la fidelidad, del honor en suma. La reconversión democrática de toda esa caterva con siste, fundamentalmente, en que con el reglamento en la mano y en amparo constitucional pueden mandar, votar, agitar, nombrar y figurar sin fe y sin honor. Ni les cae ningún rayo del cielo ni les persigue la mano justiciera del pueblo. El cielo puede esperar, y en cuanto a la antigua célula -ya se sabe-, se ha pasado al diseño y a la gastronomía. Pueden seguir largando tan tranquilos en los medios, estos hombres de pocos o ningún atributo, mientras es pesan el nuevo tejido garbancero, neobarroco o fernandino, estilo restauración, del imperio de los mediocres. ¿Por qué dirá Emilio Lledó -buen premio nacional de ensayo 1992, pero rechazado en su día y transmutado en el caso Lledó por obra y gracia del barroquismo universitario- que se precisa una élite comprometida? ¡Menudo compromiso, maestro!
Añadamos, para los que buscan humilde y denodadamente lo mejor, que las respuestas de la filosofia se aprecian muy bien leyendo la última obra de sir Isaiah Berlin, El torcido fuste de la humanidad. El libro trata sobre el nacionalismo, sí, como explicó desde estas mismas páginas Mario Vargas Llosa (2 de julio de 1991), pero también de muchos otros asuntos de interés para las fuerzas democráticas. Una reciente conversación del mago Berlin con Salvador Giner (Claves, mayo de 1992) nos da una clave simple como todas las claves: en efecto, no hay valores absolutos, pero sí que hay -mucho ojo- valores objetivos. Cierto que en último término estos valores son contradictorios entre sí y nos obligan a escoger y elegir con prudencia entre ellos los más urgentes, los más aconsejables, los más racionales para cada circunstancia, ocasión, momento. Pero cuando cualquier botarate sin amo ni perrito que le ladre se permite subvertir la excelencia, o más bien, en puridad, permanecer ciego e insensible ante ella con el cuento de que somos todos iguales (es decir, tan botarates como él), ¿qué queda sino la reposición de alguna forma aggiornata de la vieja y noble institución del duelo? Un duelo intermedio entre el insulso periodístico y la inconveniencia antihigiénica de la riña a primera sangre. Un duelo blando -como nuestra sociedad, que dicen blanda- y que permitiera participar en él a todo ciudadano en edad electoral, dama o caballero. Ése sería tal vez el camino para recuperar el lema de aquella sociedad barroca que, como la nuestra, no sólo contenía bachilleres anónimos y maritornes atolondradas, sino gentes que en medio de la variedad saben reconocer perfectamente el valor. Aquel lema del que gustaba Baltasar Gracián: que la vida es milicia contra la malicia.
es profesor de Filosofia y de Estética en la Universidad de Oviedo.
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