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Una propuesta mínima

Una propuesta mínima, pero simbólica, de algunos grupos políticos para permitir que las lenguas cooficiales del Estado se usen en el debate en comisión sobre el estado de las autonomías, que se realiza en el Senado anualmente, ha encontrado la oposición restrictiva del PP, partido que se define como alternativa política de Estado al PSOE. Es un síntoma de todo lo que se oculta aún tras esa alternativa, cuya capacidad de desestabilización puede ser aún mayor de lo que se le supone.Que el uso de nuestra lengua sea, para los catalanes, vascos o gallegos, una cosa otorgada, y con frecuencia de mala gana, ya es algo poco ejemplar en un Estado que se define como plurinacional -¿qué otro sentido tiene hablar de nacionalidades en la Constitución?-, pero estas intolerantes actitudes de un grupo que algún día pudiera llegar a gobernar España disparan todas las alarmas en aquellos que creen posible un funcionamiento racional y respetuoso del Estado, más allá de ese artificioso nacionalismo restrictivo que desde el centro del país ha dificultado tantas veces el desarrollo normal de las lenguas nacionales, cuya existencia es tan defendible como la del español o castellano, cuestión ésta que es preciso comprender plenamente en el corazón del Estado antes de dar esas batallas tan mal fundadas y tan poco objetivas contra los procesos de normalización lingüística en las nacionalidades. Ninguno de los supuestos o reales abusos que se hayan cometido en estos procesos es comparable a la acción de siglos sobre las lenguas autóctonas desde el recurrente nacionalismo central, implacable en sus métodos, impresentable en sus tesis, y cuya agresiva simpleza es la mayor de las amenazas para la modernización estructural del Estado. Resulta tedioso defender lo obvio, sin que haya muchas posibilidades de elevar el debate y salirse del círculo aburrido que han establecido en el país aquellos que están dispuestos a anular, de hecho o de derecho, la diferencia, y aquellos que dicen defenderla a bombazos.

La existencia de esas nacionalidades con idioma propio complica en muchos aspectos la vida política, económica y cultural del país, pero el camino alternativo de convivencia que se adivina tras esa oposición del partido más fuerte de la oposición a un acto poco más que simbólico está empedrado de conflictos abiertos y tensiones permanentes, como si todo el pasado regresase de golpe, a modo de pesadilla infinita. En el análisis de las nacionalidades ha privado una actitud defensiva guiada por el dicho deportivo de que la mejor defensa es un ataque, y en la artillería usada se han vuelto a oír y a leer toda clase de tópicos contra la caricatura previamente realizada de esas nacionalidades, con un desprecio tan absoluto hacia sus modos de ser que, si se volvieran a reescribir a la inversa los mismos enunciados y se pusieran en boca de un nacionalista periférico para ridiculizar lo español, el escándalo sería duradero. Parece, en esas caricaturas, que lo local sólo es un concepto aplicable a esos territorios, siendo lo cosmopolita algo propio de los intolerantes ciudadanos del mundo que dibujan tales garabatos con boina para apalearlos a gusto. De esas caricaturas despreciativas y despreciables vienen muchos de estos Iodos, como el que ahora nos ocupa, que nacen al albur de ese concepto de nación con boina que sólo se aplica a las llamadas nacionalidades. Pero un camino así es el peor de los posibles para aquellos que se dicen angustiados por la supuesta desidentificación de España, por que el uso permanente de la capacidad coactiva del Estado con tra todo lo que emerja de esas nacionalidades es la mejor forma de llevar el enfrentamiento a sus más extremos y peores términos. Las nacionalidades necesitan un interlocutor sólido, tolerante e inequívocamente democrático, y ésa es la mejor garantía de que vaya a primar la racionalidad en esa tensión institucionalizada en tre el Estado y sus nacionalidades con idioma diferente, por de cirlo en los términos que aluden al tema ligüístico que nos ocupa.

La política es muy compleja, y el oficio de político requiere de un sentido común muy especial: es ese sentido que va siempre un poco más allá de lo aparentemente más fácil, adelantándose en lo posible a los procesos históricos y evitando una parte de los problemas que plantea todo cambio. Y el mundo, hay que insistir en ello, cambia. Porque lo malo de una actitud política conservadora no es su alternativa económica, que, eventualmente, podría tener algún interés en situaciones específicas (no hay soluciones económicas válidas para todo tiempo y lugar), sino su actitud política general, en la que concurre al menos un elemento eternamente desestabilizador: la tendencia a imponer por la fuerza (de los votos, espero, que es la más soportable) sus perspectivas, casi nunca dialogadas, en las que el cambio no pasa de ser, en el mejor de los casos, una constatación molesta. Nadie se puede reclamar hijo del viejo liberalismo, admirable en tantas cosas, y asumir al tiempo la actitud de aquel conservadurismo autoritario y reactivo que sólo se acoge, de forma oportunista, al liberalismo económico, olvidando las sanas y profundas raíces de lo liberal: en este desconcierto de autoubicaciones ideológicas se puede ser demócrata y liberal y restringir hasta el uso del idioma propio, por no salirme de la cuestión lingüística, y hacerlo en nombre del mismo Estado al que se denigra cuando se trata de introducir alguna racionalidad económica en el interés común.

Pero si el problema que plantean las nacionalidades es complejo, su solución debe ser matizada y no simplista, como si se tratase de una molestia a reprimir una molestia con boina a la que cierto despotismo no siempre ilustrado trata de curar con inacabables cosmopolitismos de medio pelo, admoniciones y prohibiciones, olvidando lo que es el origen de todo cosmopolitismo aceptable: la misma libertad.

Fermín Bouza es sociólogo.

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