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Dos pensadores españoles

Una de las raras fortunas que puede tener una persona inclinada a la vida intelectual es la de tratar a un pensador auténtico. Una condición que percibimos cuando, al preguntarle por algo que nos interesa, nos damos cuenta -si la pregunta no es insensata- de que no le coge de nuevas y ya ha meditado sobre el particular, aunque no sea de su estricta disciplina ni haya llegado a ninguna conclusión. Entonces sentimos que entramos en su universo, en sus útiles instrumentos mentales para descubrir la claridad y el misterio del mundo y asumir la realidad de las cosas.Yo he tenido la inmensa suerte de poder gozar del contacto intelectual con tres pensadores de mi generación que fueron, por añadidura, excelentes amigos míos: Antonio Rodríguez-Huéscar, el más agudo discípulo de mi padre, Manuel García Pelayo y José Ferrater Mora. Voy a referirme a estos dos últimos porque recientemente ha iluminado sus ilustres figuras desaparecidas el foco de la actualidad: García Pelayo, por la bellísima edición que acaba de publicar el Centro de Estudios Constitucionales de sus Obras completas, que se presentaron hace poco en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en solemne acto presidido por Felipe González. Ferrater Mora, al inaugurarse en Girona la biblioteca que lleva su nombre, formada con los preciosos fondos propios que legó, poco antes de morir, a la cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo, creada en honor suyo por la joven y ya muy estimada Universitat de Girona. (¡Qué pena y qué error que el folleto anunciador del acto inaugural vaya sólo en catalán y en inglés, máxime cuando Ferrater escribió la mayor parte de su obra en castellano!). He de anticipar que también Rodríguez-Huéscar volverá pronto a la actualidad cuando la Diputación de Ciudad Real publique sus escritos inéditos, en curso de preparación, y cuya importancia intelectual me consta.

Dos personalidades, García Pelayo y Ferrater, muy distintas. Dos modos diferentes de enfocar el conocimiento del hombre y de la sociedad, pero ambos insobornables a la falta de autenticidad y enemigos de toda falsificación. Distintos también en sus temperamentos y en sus estimativas. La vida fue difícil para ambos, y si la de García Pelayo tuvo más acción, cuando sus afinidades y deberes le llevaron a ella y, como consecuencia, pasó por cárceles y campos de concentración, ambos padecieron exilio, lo que les obligó a un gran esfuerzo vital le os de su patria, en sus cátedras y trabajos transterrados, que -pienso yo- no habrían alcanzado tanto volumen y plenitud si la guerra civil que les forzó a ellos no hubiera tenido lugar. El estar mucho tiempo fuera de España les dio una visión del mundo más rotunda y amplió su horizonte intelectual y humano, confirmando así el título que puso Ferrater a una conferencia suya en la Yale University de que, remedando el antiguo consejo ferroviario, "es beneficioso asomarse al exterior", aunque él se refería en ese momento a sus paisanos catalanes.

Al ser estas dos nobles figuras tan iguales y tan distintas, hablaré por separado de cada una, aunque ambas coincidían en lo más característico de todo buen pensador, a saber, que pensar es... seguir pensando.

Mi primera entrevista con García Pelayo -como ya conté al intervenir en la sesión necrológica que le dedicó el Tribunal Constitucional- debió de ser a fines de 1942. Dirigía yo entonces las ediciones de la Revista de Occidente, en mi afán de recomponer algunos de los emprendimientos culturales de mi padre que había barrido el viento de la guerra civil. Allí procuré acoger a sus discípulos, muchos de ellos perseguidos por el antiguo régimen, y a varios autores del exilio, exterior e interior. Uno de ellos fue García Pelayo, que apareció una tarde por la editorial con un manuscrito bajo el brazo sobre El Imperio británico. No traía recomendaciones ni padrinos, pero enseguida Fernando Vela y yo vimos que se trataba de un trabajo importante, y la obra se publicó poco después. Es justamente el texto que inicia estas Obras completas, las cuales, por cierto, concluyen su vario e interesante recorrido con un relato suyo sobre sus aventuras en el frente durante la guerra civil como jefe de Estado Mayor de un grupo de divisiones del Ejército republicano. Un relato que él me dejó como muñón de unas posibles memorias, y que yo me atreví a publicar en este periódico a raíz de su fallecimiento. Que esta edición de sus obras comience por el libro de un politólogo y termine con ese relato bélico es un símbolo, inesperado pero cierto, de las dos caras de su existencia: la del hombre de acción y la del intelectual profundo.

Ha sido, Francisco Tomás y Valiente quien, a mi juicio, ha dado la caracterización más certera del pensamiento de García Pelayo, con ocasión de la presentación de esta edición. Para su primer sucesor en la presidencia del Tribunal Constitucional, hoy vuelto a su cátedra, cuatro constantes pueden percibirse en su obra: en primer lugar, y probablemente como consecuencia de la temprana influencia de Ortega y Gasset, "la atención y la sensibilidad receptiva hacia la historia y hacia la historicidad de las construcciones sociales y políticas". En segundo lugar, "su interés por el derecho como orden jurídico... (pero) siempre abierto a otras realidades inseparables del derecho... Es decir, el derecho como orden abierto a la historia, a la política, a intereses, a valores sociales". En tercer lugar, su inclinación, desde su juventud, por la sociología "entendida como ciencia de la realidad, que será permanente en él". La cuarta constante consiste en "su dedicación al estudio de lo que sucesivamente llamará saber político, teoría política o ciencia política... (y) fiel a sus concepciones radicales, articula el pensamiento político con el ejercicio del poder y la organización del mismo en la sociedad de un momento histórico dado".

La política es siempre conflicto, lucha entre el poder y la convivencia, entre la justicia y el orden, entre la voluntad y la razón, entre la permanencia y el cambio, según explica García Pelayo en su libro Idea de la política, al exponer las distintas teorías que los grandes pensadores políticos han hecho sobre esta conflictiva pero inevitable condición de toda sociedad. Quizá hubiera estado conforme con Sciascia cuando el valiente intelectual siciliano decía en una entrevista: "Es difícil de comprender por nosotros mismos, pero creo que es muy revolucionario establecer que hay cosas que nunca van bien".

Esta recopilación de los trabajos de Manuel García Pelayo, tan bien cuidada por un comité de discípulos suyos venezolanos y españoles, coordina dos por Pedro Bravo, tiene el acierto añadido de no incluir sus trabajos inéditos hasta su tranquilo estudio por Graciela Soriano, su viuda y discípula, a la que aconsejaría que mantuviese el criterio más restrictivo a la hora de darlos a la luz. Acierto, asimismo, ha sido que el lector se encuentre, al abrir el primer volumen, con la Autobiografía intelectual que publicó en vida, pieza muy útil para sus continuadores y para que aprendan muchas verdades ciertos intelectuales. Por ejemplo, ésta: "No he suscrito nunca", dice nuestro autor, "la idea del intelectual comprometido que, en la práctica, se ha mostrado como el intelectual alienado, con frecuencia arrepentido, y cuya consecuencia ha sido la pérdida de auctoritas, de la que gozó en tiempos no lejanos. He creído más bien que el único comprorniso válido para el intelectual es la propia búsqueda de la realidad de las cosas, con la conciencia del relativismo que tal tarea comporta, aunque no niego que pueda adquirir compromisos políticos o de otra índole al igual que cualquier ciudadano. Pero una cosa es que sea libre de hacerlo y otra que esté obligado a ello".

Mas al demorarme en esta admirable figura no me ha dejado espacio para hablar, como pretendía, de aquella otra persona extraordinaria que fue José Ferrater Mora. Queda para un próximo artículo. Mientras tanto, les agradezco a ambos que, como pensadores y como amigos, supieran darme consejo, orientación o explicación en muchas tribulaciones de mi vida o de mi ignorancia.

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