Listo para sentencia
El Tribunal Constitucional de la Federación Rusa ha dejado ya listo para una inminente sentencia el juicio al PCUS, un proceso que ha transcurrido desde el pasado julio ante la indiferencia generalizada de los ciudadanos, sin haber logrado convertirse ni en un nuevo Núremberg -esta vez contra el comunismo- ni en un punto de partida ejemplar para una nueva legalidad democrática.El máximo organismo jurídico de Rusia reunió en una sola vista dos demandas paralelas. Por una parte, está en liza la legalidad de los decretos mediante los cuales el presidente Borís Yeltsin congeló las actividades del Partido Comunista de la URSS (PCUS) y su filial rusa -el PCR- confiscó sus bienes y los declaró fuera de la ley; por otra parte, la constitucionahdad misma del PCUS y del Partido Comunista de Rusia, antes de que estas organizaciones dejaran de existir.
Al margen de los veredictos del Tribunal Constitucional, las dudas sobre el procedimiento seguido y las implicaciones prácticas de las decisiones para la futura legalización de un partido comunista heredero del PCUS y el destino de las propiedades de éste, puede decirse ya hoy que el juicio al PCUS ha tenido unas repercusiones mínimas entre el gran público y no ha potenciado siquiera la concordia social que tanto hubiera sido de desear en esta época de crisis económica y política. Ante el Tribunal Constitucional han pasado los principales dirigentes de la URSS (si se exceptúa a Mijail Gorbachov y algunos miembros de la junta golpista del 19-A que hoy están en prisión).
Los comunistas ortodoxos y los comunistas refomistas de hace poco han optado o bien por el papel de inocentes o por el de acusadores, se han esforzado en justificarse, en demostrar que han cambiado con el tiempo o que llevaban muchos años luchando clandestinamente en los pasillos del Comité Central. Ninguno de los protagonistas vivos de la historia soviética -ni siquiera Alexandr YákovIev, el padre de la perestroika- ha dado -el único paso posible hacia una renovación moral de la sociedad: declararse culpable por haber participado en un crimen colectivo con unas responsabilidades tanto mayores cuanto más importante hubiera sido la posición ocupada en el sistema.
Los documentos entregados al tribunal por los representantes del presidente Yeltsin forman más de 45 volúmenes repletos de horrores y monstruosidades, cometidos en nombre del Partido Comunista de la URSS por sus dirigentes a lo largo de la historia soviética. Se trata de horrores y monstruosidades en su mayoría ya conocidos, que, en los documentos originales, cobran nueva fuerza gracias a detalles humanos y personalizados, como los mensajes escritos a mano en los márgenes, tan elocuentes como "fusilar", "fusilar", "fusilar".
Los 45 volúmenes son sólo una muestra de los millones de legajos que se acumulan hoy en los sótanos del Krenílin (donde está el archivo presidencial) o en las dependencias del KGB. Aunque los documentos son muy variados, su selección revela varias líneas argumentales. Están los relatos de las grandes monstruosidades, como los planes de fusilamiento de la época estalinista o los documentos relativos al accidente nuclear de Chernóbil, que muestran cómo el Politburó del PCUS, con Mijail Gorbachov a la cabeza, jugó con la salud y el futuro de millones de personas, engañándolas sobre la envergadura de la radiación, dándoles a comer embutido contaminado y organizando cínicamente el proceso contra los responsables de la central nuclear de tal manera que nada empañara el sistema.
Hay también relatos aparentemente más modestos, pero no por ello menos significativos, a la vista de las tensiones étnicas y centrífugas que hoy afectan a Rusia, como antes afectaron a la URSS. Uno de ellos es el enloquecido viaje de un convoy de reclutas de distintas nacionalidades del norte del Cáucaso que, borrachos y en plena batalla campal entre ellos, circularon durante cuatro días de estación en estación sembrando el terror a su paso, sin que nadie les detuviera. Ocurrió en mayo de 1985. Gorbachov apenas había llegado al poder, y el secretariado del Comité Central sacó la conclusión de que los mozos de Dagestán, Kabardino-Balkaria, Osetia del Norte y la república autónoma de Checheno-Ingusheti estaban mal preparados para el servicio militar.
Las máximas autoridades soviéticas hubieran podido sacar conclusiones de más envergadura de sucesos como éste y de los informes anuales del KGB sobre las tensiones nacionalistas. En cualquier caso, estaban perfectamente al corriente de que la URSS no se mantenía unida gracias a la amistad de los pueblos, sino a la violencia empleada en su forja. Diga lo que diga, Gorbachov sabe muy bien que la Unión Soviética estaba clínicamente muerta hace ahora casi un año, cuando el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, y sus colegas de Ucrania y Bielorrusia se limitaron a certificar su defunción.
El intento de colocar a Gorbachov en el banquillo de los acusados y a Borís Yeltsin en la cuna de los inocentes ha sido otra de las líneas argumentales que se ha tejido en este proceso, donde se han utilizado selectivamente las notas de trabajo de las sesiones del Politburó del PCUS, joyas documentales que se encuentran en los archivos de Yeltsin. A finales de diciembre de 1988, Gorbachov pidió ocultar la verdadera cuantía de los gastos militares en el presupuesto soviético para que no quedasen minimizados los recortes armamentísticos que había ofrecido unos días antes en la Organización, de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York. Así consta en las notas de trabajo de una sesión del Politburó citada por el abogado Andréi Makárov, que en su día fue defensor del ex yerno de Leonid Bréznev.
En la pila de documentos que empañan la reputación del ala progresista de la perestroika, Edvard Shevardnadze y Alexandr Yakóvlev incluidos, Yeltsin está ausente, como si jamás hubiera sido miembro suplente del Politburó, como si jamás hubiera dirigido los destinos de la organización comunista de Moscú. Y, como por casualidad, entre los papeles, con fecha de 1975, hay un proyecto de resolución del Politburó para derribar la villa del ingeniero Ipátiev de SverdIovsk (hoy Yekaterinburg), donde fue fusilada la familia del zar Nicolás II. Había sido una iniciativa de Yuri Andrópov, por entonces jefe del KGB, que Yeltsin mandó cumplir, aparentemente a una brigada de constructores militares, en 1977, siendo máximo responsable del partido en SverdIovsk. En esos documentos incluidos en el sumario, el presidente de Rusia tiene la prueba de que, efectivamente, la orden de derribar la casa del ingeniero Ipátiev fue dada por Moscú. Él sólo la ejecutó. ¿Pero acaso los ejecutores no son cómplices?
En Núremberg había vencidos y vencedores y ello hacía más fácil trazar una línea entre culpables e inocentes. En Moscú, las fronteras entre unos y otros están más desdibujadas, porque la militancia comunista forma parte del pasado común de la mayoría de quienes se sientan en la sala del Tribunal Constitucional, incluidos los jueces. Por eso resulta tan difícil tirar la primera piedra, y por eso sólo un sincero acto de con trición colectivo permitiría con servar la semilla de la dignidad para que germine en las futuras generaciones de Rusia.
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