La lección norteamericana
A juicio del articulista, una victoria de George Bush en las elecciones de EE UU habría supuesto el golpe de gracia a una técnica que ha experimentado este año los duros avatares del referéndum danés sobre Maastricht, las elecciones británicas y, en medida menor, otros procesos en que el ajuste entre resultados y predicciones de- encuesta ha dejado algo o mucho que desear.
El pasado 3 de noviembre no sólo estaban en juego la suerte de Bill Clinton -y la de George Bush o Ross Perot- luchando por la primera magistratura del mundo occidental. A otro nivel, el contenido de las urnas en Norteamérica almacenaba también en su interior el destino del crédito social de las encuestas no ya en el país en que se libraba la elección, sino en el conjunto del espacio geopolítico directa o indirectamente afectado por aquélla, que es tanto como decir todo el mundo políticamente desarrollado.Nunca las encuestas habían soportado tanta centralidad en la agenda política electoral ni se habían convertido ellas mismas tan explícitamente en un issue del debate que toda elección comporta. Bush lo dijo claramente ("Fastidia a las encuestas -y a la prensa-, vota a Bush"), exteriorizando con una cierta candidez lo que siempre es un estado de ánimo latente en cualquier político que sale poco favorecido en las predicciones electorales. Además, nunca se habían hecho tantas encuestas ni con una cadencia tan continuada como en este proceso. Y aunque las oscilaciones en las preferencias han sido enormes desde el comienzo de la carrera con las primarias de New Hampshire, en febrero, hasta la propia víspera electoral, lo cierto es que consistentemente, y sobre todo desde que en septiembre empezó la verdadera campaña, han venido reflejando tanto la ventaja de Clinton como la amplitud de la intención de voto para Perot (durante la intermitente presencia de este último en la batalla). De hecho, teniendo en cuenta el alto grado de volatilidad político-electoral que es característico del reciente historial norteamericano, la conclusión que se desprende al analizar el proceso es la de que las oscilaciones en las preferencias han reflejado mucho más un genuino cambio en el clima de opinión como reacción a los propios estímulos de la campaña que un problema de calidad o rigor en las encuestas.
Pero por encima de una constatación que parece obligada -a saber, la de que incluso en un contexto de elevada incertidumbre (como el de la pasada elección), las encuestas han funcionado como un aceptable mecanismo de predicción del resultado y de explicación de la dinámica de la intención- están las lecciones que acerca del papel de las encuestas en la formación y expresión de la opinión pública brinda este reciente proceso.
Dicho en pocas palabras: tras estas elecciones resultan difícilmente sostenibles, en términos lógicos, la mayor parte de las imputaciones que se han venido achacando tradicionalmente a las encuestas desde la perspectiva prescriptiva de la democracia. A partir de ahora, el discurso que favorece las descripciones, prohibiciones o limitaciones de difusión de encuestas en periodo electoral -discurso que encuentra en buena parte de la clase política europea amplio eco favorable- va a tener peor venta.
Corrientes de opinión
Los argumentos que se esgrimen en este sentido son los de que la difusión de encuestas provoca corrientes de opinión indeseadas (en el sentido de no relacionadas con motivaciones políticas nobles), favoreciendo al que aparece con ventaja (efecto bandwagon) o a quien se pronostica perdedor (efecto underdog), reforzando las tendencias hacia lo que aquí se suele llamar el voto útil (efecto táctico) o exaltando la posición de quien disfruta de una coyuntural ventaja (efecto momentum). Cualquiera de esos efectos se interpreta por ese discurso como un efecto perverso respecto a lo que serían las condiciones ideales de formación de la opinión pública en un proceso electoral en que las motivaciones ideológicas, lo que pudiéramos llamar sentimientos políticos puros, debieran no verse contaminados por el utilitarismo implícito que, a juicio de quienes defienden esto, provocan las encuestas.
Parece difícil, si nos basamos en este proceso, mantener que cualquiera de esos efectos haya incidido de forma relevante en la elección y su resultado. Ni la ventaja de Clinton en las encuestas se ha traducido en un incremento de su distancia electoral en el resultado real, ni las eventuales corrientes de simpatía hacia Bush, en desgracia en las encuestas, han tenido reflejo electoral en las urnas, ni, sobre todo, la evidencia de la falta de posibilidades reales de Perot (en un sistema político en que la gente tiene profundamente interiorizada la clave mayoritaria, quintaesenciada en la expresión winner takes all) le ha restado al tejano un solo sufragio sobre los que las encuestas le predecían. Y para colmo, en este contexto de hiperinflación demoscópica ha votado más gente de la que suele hacerlo.
La gente ha votado el 3 de noviembre tal y como había dicho que pensaba votar el día anterior y sustancialmente como venía anticipando en las últimas semanas. Si acaso, su comportamiento ha venido á desmentir con inusitado vigor el efecto que más comúnmente se atribuye a la difusión de encuestas en el sentido de disminuir los votos de quien aparece sin posibilidades reales de pugnar por el triunfo. En esta elección, obviamente, las encuestas adjudicaban ese papel a Perot. Sin embargo, de los tres can didatos es justamente el outsider el que tiene una relación más positiva en su resultado en relación con las previsiones (las más favorables le adjudicaban del 15% al 17% y casi ha llegado al 20%). Lo que el economista y premio Nobel Herbert Simon llama la reflexividad de la opinión -el modo en que el conocimiento de las in tenciones de voto se integra en el cuadro contextual de una elección y modifica las propias intenciones que en las encuestas se ex presan- ha funcionado en este caso muy escasamente y en sentido más bien inverso al esperable. Y esta conformidad entre predicción y resultado pone de manifiesto de forma empírica la inocencia de las encuestas respecto a las perversiones de la opinión que algunos les achacan. Éste proceso se ha desarrollado en el entorno más liberal de los que existen sobre difusión de encuestas políticas, allá donde no se plantea la posibilidad de hurtar a la ciudadanía su conocimiento, ya que se interpreta, a mi juicio correctamente, que la libertad de publicar encuestas no es sino una manifestación particular de la libertad de expresión. Los medios de comunicación, a su vez, entienden que su compromiso con los lectores o espectadores incluye el facilitarles información exacta y actualizada permanentemente de las tendencias electorales que se van produciendo en el seno de la sociedad. A tal punto que en la propia víspera electoral está permitida la difusión de datos sobre intención de voto, e incluso la no difusión de sondeos a la salida de las urnas, o exit polls, durante la jornada electoral se debe al autocontrol de los medios y no a una prohibición de difundirlos.
Afán proteccionista
Este desenlace debería llevar a una reflexión urgente sobre la lógica en la que reposa el afán proteccionista bajo cuya advocación se limita en casi toda Europa la difusión de encuestas y sondeos electorales. En España, esas limitaciones se manifiestan sobre todo en la prohibición de publicar encuestas en los cinco días anteriores a una elección (artículo 69.7 de la Ley Electoral).
Concretamente, ante unas ya próximas elecciones generales, con más incertidumbre de la que ha sido la norma en los recientes procesos, ello significa en la práctica que quienes realicemos encuestas destinadas a la difusión en los medios habremos de llevar a cabo los trabajos de campo de los sondeos antes de que comience la campaña electoral, dado el consenso existente en reducirla a 15 días. Esto es absurdo, no tanto porque limita nuestros derechos profesionales (que los limita), sino, sobre todo, porque, sin una lógica democrática que lo ampare, limita el derecho de los ciudadanos a adoptar una decisión electoral plenamente informada sobre su contexto. La lección norteamericana requiere una lectura europea.
es sociólogo y consejero delegado de Demoscopia.
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