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El teatro de Cervantes

Con buena razón fue encomiada en estas páginas por quien con autoridad puede hacerlo la iniciativa que ha tenido la Compañía de Teatro Clásico de subir a las tablas escénicas una obra de Cervantes, La gran sultana, cuyo autor hubo de padecer en vida, y denunciar, su mala fortuna como dramaturgo, una mala fortuna que lo ha seguido persiguiendo hasta hoy, pues su teatro ni se representa ni apenas se estudia y pondera debidamente.Común y frecuente es la queja de quienes escriben para el teatro ante las dificultades, insuperables a veces, que sus obras encuentran en el camino para llegar al público. La censura oficial primero y luego otras causas han cerrado con frecuencia entre nosotros desde hace varias décadas el paso a piezas teatrales cuya supresión -por lo demás- quizá no siempre significara una pérdida considerable para el tesoro de las letras patrias. No fue éste exactamente el caso de Cervantes, una parte importante de cuya producción dramática se ha conservado por cierto, y pudo así llegar a la posteridad, gracias a la mala voluntad de que hicieron víctima al autor quienes en su momento controlaban el mundo de la farándula. Aunque el caso es bien conocido, no estará de más reproducir aquí las palabras con que él mismo, tras haber trazado los antecedentes, lo cuenta en el famoso prólogo al volumen de sus Comedias y entremeses (1615). Explica en el pertinente párrafo: "... se vieron en los teatros de Madrid representar El trato de Argel, que yo compuse; La destrucción de Numancia y La batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales a teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron en su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica. Avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias", etcétera; para referir luego cómo "algunos años ha que volví yo a la antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé ( ... ) autor (esto es, empresario) que me las pidiese"; en vista de lo cual las vendió por fin a un impresor, cuya edición ha permitido que lleguen hasta nosotros.

Hubo, pues, un tiempo en que las obras de Cervantes subieron con buen éxito a escena; todavía el propio autor hará que, en la conversación sobre cuestiones literarias mantenida por dos clérigos en el capítulo XLVIII de la primera parte del Quijote, el canónigo mencione la Numancia entre aquellas obras "que de algunos entendidos poetas han sido compuestas para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado". Durante esa misma plática, como también en otros pasajes del libro, desliza su autor malévolas alusiones al teatro y a la persona de Lope de Vega, quien por entonces controlaba en España lo que hoy suele llamarse el show-business ("se alzó con la monarquía cómica", escribe Cervantes, y no sin intención emplea ahí el verbo alzarse, que presta a la acción del monstruo un cierto matiz de fraude). Lope estaba, pues, en condiciones y era muy capaz de expulsar a un rival del circuito escénico, o más bien de cerrarle ahora el paso, pues los azares de la vida habían interrumpido la carrera teatral de Cervantes.

La aureola de supremacía absoluta con que "el gran Lope de Vega" supo establecerse en la sociedad de su tiempo anticipa de manera sorprendente el fenómeno, hoy tan frecuente entre nosotros, de las "celebridades", estelares luminarias cuya popularidad puede basarse sobre los fundamentos más diversos. El prestigio alcanzado en su día por el excelso poeta lírico en el terreno de sus actividades teatrales (que, desarrolladas con desaprensiva desenvoltura, eran evidentemente para él, ante todo, fuente de dinero y de poder) no debiera seguir pesando del modo decisivo en que, por respeto a una tradición que nadie cuestiona ni revisa, pesa todavía a la fecha de hoy sobre las valoraciones actuales. Sería hora -pienso yo- de compulsar sin la presión del antiguo prejuicio el mérito relativo de sus comedias en comparación con las de varios de los dramaturgos contemporáneos que se creyeron obligados a rendirle pleitesía; y, sobre todo, de estudiar en serio el teatro cervantino, ciertamente no caudaloso, pero sí, en cambio, pensado, compuesto y logrado con la riqueza de una gran variedad de registros y una infalible pericia técnica. Hasta ahora ha sido reconocida la excelencia de sus entremeses, pero no se han analizado a fondo, con la atención y preparación debidas, sus no menos excelentes comedias.

La que esta temporada se ha representado en Madrid, La gran sultana, es pieza escrita sin mayores pretensiones. Dentro del conjunto de obras, tanto dramáticas como narrativas, que Cervantes sitúa en ambiente musulmán -las dos comedias de Argel y la de El gallardo español, la novela de El amante liberal y copiosas páginas del Quijote-, esta que nuestro público ha podido ver ahora, más que conmover, lo que se propone es simplemente divertir. Pero con eso y todo, bajo sus aires de desenfadada ligereza deja descubrir no sólo preocupaciones trascendentales como las que el tratamiento implícito de problemas religiosos revela, sino también un interés informado y activo por la política de su tiempo y, desde luego, esa aguda penetración cervantina en la condición humana tal cual se muestra en una fascinante diversidad de caracteres, situaciones, actitudes y casos.

Para empezar, La gran sultana está inspirada en uno histórico. Según se entiende, el sultán Amurates III, enamorado de una cautiva cristiana, la había hecho su esposa, y en este hecho se inspira el personaje de la protagonista doña Catalina de Oviedo, alrededor de cuyo destino será dilucidado en la acción de la comedia el delicado tema de una fe religiosa amenazada y heroicamente preservada. Alrededor del personaje central se despliega, en panorama pintoresco y finalmente matizado, el espectáculo de la corte del Gran Turco. "Aquí todo es confusión", oímos decir al comienzo a propósito de Istambul, "y todos nos entendemos / con una lengua mezclada / que ignoramos y sabemos". Son palabras de un cristiano renegado, quien pronto confesará: "Yo ninguna cosa creo", dirigidas a un recién llegado que pretende hacerse pasar por griego. La pieza está llena a rebosar de tipos abigarrados, de propósitos encontrados, de embrollos que van desenlazándose con ritmo ágil, a veces mediante esas anágnorisis que esta literatura de aventuras recoge de la novela bizantina, y cuya tradición -asumida por último en el Persiles y Segismunda- combina aquí el autor con su propia experiencia del cautiverio.

Cervantes conocía bien desde dentro -y, lo que es muy importante, desde abajo- el

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El teatro de Cervantes

es escritor y miembro de la Real Academia Española.

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