El mañana incierto
El dato es conocido. El libro de difuntos de la Hermandad de San Benito, en la pequeña localidad toscana de Borgo San Sepolcro, registra la muerte del pintor Piero della Francesca el 12 de octubre de 1492. La coincidencia podría resultar irrelevante si el mismo año no fuera también el de la muerte de Lorenzo el Magnífico, marcando con ello el fin de la etapa de esplendor artístico y estabilidad política que acompaña a la plenitud del Renacimiento en Italia. Apenas muerto Lorenzo, consigna Maquiavelo en el párrafo final de sus Historias florentínas, comenzaron a germinar aquellas semillas que causaron la ruina de Italia. En el mismo año; Savonarola pronuncia su "terrifica praedicatio" que abre la crisis de la conciencia moral y religiosa en la Florencia de fin de siglo. Dos años más tarde se inicia la era de las invasiones con la llegada a los muros de la ciudad del ejército de Carlos VIII de Francia. Más tarde, los franceses serán sustituidos por los españoles, vencedores primero en Nápoles y finalmente en Pavía. Suele olvidarse que son las tropas de Carlos V las que no solamente saquean Roma sino que acaban con las libertades en las dos grandes ciudades-repúblicas de Toscana, primero Florencia y por fin Siena. Un imperialismo militar, hecho posible en gran parte por el oro de América, ponía fin a la experiencia política de que surgiera el periodo quizá más brillante de la cultura europea. El juego del azar y de la causalidad interviene de este modo para enlazar ambas conmemoraciones del 92, y es posible apuntar, apoyándose en el citado contraste, la existencia de una clara divisoria entre ambas fases de lo que suele fundirse en la etiqueta común de Renacimiento, destacando como la etapa expansiva, policéntrica , cede paso a partir del 92 a otra de repliegue en torno a los grandes núcleos de poder enfrentados por la hegemonía en el continente, y marcada, en consecuencia, por la guerra y la intolerancia religiosa. Son dos lógicas de la acción política, que afectan tanto a la represión de la delincuencia como al arte: la de la ciudad libre y la del absolutismo monárquico, cuya imposición por la fuerza se inicia a finales del siglo XV.Cabe preguntarse qué tiene todo esto que ver con Piero della Francesca, pintor conocido, ante todo, por la aplicación de la matemática a la pintura, en la perspectiva (sobre la cual teoriza), en el juego de volúmenes e Incluso en la dosificación de los colores. Los aspectos formales prevalecen a la hora de fundamentar la grandeza artística de Piero, incorporando el arte flamenco a los paisajes de sus retratos de los Montefeltro o creando un sentido nuevo de la profundidad y de la luz al tratar temas tradicionales, como el bautismo de Cristo o la creación de Adán. Además, ni siquiera pintó en el epicentro renacentista, Florencia, desarrollando su labor en el lugar natal, Borgo San Sepolcro, en Arezzo o en Urbino. Todo ello propicia su consideración como figura aislada del contexto. Sin embargo, conforme recuerda la espléndida exposición Una scuo1a per Piero, aún abierta en el Archivo de Estado de Floren cia, el periodo florentino resulta imprescindible para explicar sus hallazgos posteriores. Son los años de formación, cuando tiene por maestro a Domenico Veneziano, cuyo retablo de Santa Lucía del Magnoli puede excepcionalmente verse completo en la citada exposición, con las piezas hoy dispersas por museos de medio mundo. Es entonces cuando se perfila la orientación ideológica de su obra, en torno al Concilio de Florencia, que parece sellar la reunificación de las dos Iglesias, la occidental y la oriental, en apoyo de Bizancio en peligro. Al preguntarse por el "sujeto escondido" del Bautismo de Cristo, Carlo Ginzburg apuntó la posibilidad de que las manos unidas de los ángeles, uno de ellos vestido de púrpura, cele brasen esa unión. Los tres ángeles pueden también remitir a la representación de la Trinidad del Antiguo Testamento, tan frecuente en la iconografía oriental. De cualquier forma, como hace notar el propio Ginzburg en sus, Indagaciones sobre Piero, la posible intervención del cardenal Besarion y la presentación de Constantino bajo los rasgos del emperador Paleólogo en la Leyenda de la verdadera cruz, de Arezzo, así como la lectura de La flagelación de Urbino en clave de protesta por la pasividad frente al avance turno, nos llevan al terreno de la defensa a través de las imágenes de ese enlace final entre Italia y un agónico imperio bizantino, del que han quedado espléndidas muestras tanto en la presencia griega en la cultura renacentista italiana como en las iglesias y ruinas de Mistra, el último enclave bizantino en el Peloponeso, antes de la conquista turca.
Cuando en 1469 llega al poder Lorenzo de Médicis, esa centralidad de Italia en el Mediterráneo ha sido destruida, aunque su Florencia siga experimentando la influencia fecunda del pensamiento griego. No falta mucho para que los turcos den un fugaz salto a la península con la conquista de Otranto, que sella el fracaso del ideal de cruzada auspiciado por las pinturas de Piero della Francesca. Por lo demás, la propia figura de Lorenzo encarna la grandeza y la inseguridad de su época. Su poder deriva del predominio adquirido en la ciudad por una familia de banqueros, pero su gestión financiera será desastrosa, teniendo que apoyarse, para evitar la quiebra, en las arcas de la república: "En Florencia, mal se puede vivir rico sin el Estado", dirá Lorenzo al explicar a desgana la aceptación del poder tras la muerte de su padre. Paralelamente, la base económica de su riqueza se desplazará de la banca a la propiedad agraria. La angustia por conseguir la estabilidad se refleja en el uso de esa misma palabra, stato, que inicialmente se refiere a la situación económica alcanzada por la familia Médicis y acaba designando el sistema político en que fundamenta su poder esa misma familia. Por lo demás, el control absoluta del Magnífico sobre la república no se apoya en los cargos ni en los cambios institucionales. Él mismo se considera "ciudadano eminente" que actúa apoyándose en el "unito consenso", en el consenso unánime de los demás ciudadanos por encima de unas instituciones que siguen funcionando, pero con una clara manipulación desde arriba en cuanto a los procesos de designación de cargos. El camino hacia el absolutismo está abierto, pero Lorenzo rehúsa asumir el principado. A falta de soportes políticos firmes, el neoplatonismo proporcionará la imagen de una armonía soñada, de un paraíso en la tierra, al que el propio Lorenzo, convertido en poeta, da contenidos materiales en su evocación de una sexualidad no sometida a límites (estuvo "nelle cose veneree meravigliosamente involto", nos cuenta en su retrato Maquiavelo, descubriendo la otra cara de los versos de Poliziano y de la pintura de Botticelli). La capa de melancolía que a pesar de todo recubre las poesías laurencianas, igual que ocurre con las imágenes de La flagelación de Piero, anuncia que los días de ese utópico racionalismo basado en la lucidez y en el goce de una élite están contados. Lo expresará inmejorablemente el estribillo de los Cantos de carnaval que Lorenzo el Magnífico nos lega como testamento de una época y como advertencia para el futuro: "Chi vual esser lieto sia / di doman non c'é certezza".
es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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