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Tribuna:RELEVO EN LA CASA BLANCA
Tribuna
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Cuando EE UU se hace europeo

La elección de Bill Clinton ha demostrado que la renovación de la vida política que se esperaba catalizara algún país de Europa llegará, paradójicamente, de EE UU, escribe el autor. Las certidumbres liberales se han venido abajo allí, dejando amplio campo a la recreación de los añejos objetivos europeos.

Hace 10 años se esperaba que la renovación de la vida política occidental viniera de Alemania. Los verdes comenzaban a hacer vacilar a una socialdemocracia cada vez más deteriorada en Estados corporativistas y lanzaban campañas pacifistas y antinacionalistas que parecían estar en profundo acuerdo con la construcción de una Europa unida y el declinar de los Estados nacionales y sus belicosos conflictos. Hoy, Alemania, tras la caída de imperio soviético y su reunificación, está absorbida por el coste de ésta y por la xenofobia, consecuencia de la entrada al nuevo Estado alemán de gran número de refugiados y emigrantes. Los verdes, que no comprendieron la fuerza del sentimiento nacional, se han venido abajo y la opinión pública mira pasivamente los gestos provocadores de los grupos neonazis.Esa esperada renovación política tampoco ha venido de Francia. Todavía menos de una Italia instalada en el caos, o de España. La renovación parece venir del país de donde menos se la esperaba, de Estados Unidos.

La absoluta victoria del imperio americano sobre el imperio soviético, el éxito de la guerra del Golfo, la apertura de negociaciones serias entre israelíes y palestinos bajo la égida de James Baker, son tanto triunfos del presidente George Bush como razones de los norteamericanos para perseverar en un liberalismo inseparable de su hegemonía en el mundo. Había voces que recordaban con inquietud la importancia del déficit comercial y presupuestario de Estados Unidos, la pérdida de competitividad de la economía norteamericana en ciertos terrenos, la crisis abierta de las cajas de ahorros y de una parte del sistema bancario, pero la economía seguía siendo poderosa, y el Tratado de Libre Comercio, acogido con presteza primero por Canadá y luego por México y que atrae ya a América Central y a Chile, daba a Estados Unidos un lugar central en una zona de libre cambio más poblada que la Europa de los Doce.

En cuanto a los disturbios de Los Ángeles, no había razón para inquietarse profundamente. La sublevación de los guetos de Watts, Detrolt y otras ciudades había sido, hace una generación, mucho más violenta y la sublevación de los musulmanes negros ponía mucho más directamente en peligro a la sociedad norteamericana que las acciones de las bandas de los barrios del sur de Los Ángeles o el saqueo de las tiendas coreanas.

Y lo que es más, la hegemonía norteamericana jamás había sido tan sólida. Japón pasa por una grave crisis financiera y todo el mundo adopta el tipo de vida americano, mientras la alta cultura científica y artística sigue en gran parte en manos de las universidades, centros de investigación, orquestas y galerías de arte de Estados Unidos. El mundo occidental funciona cada vez más según el modelo de la sociedad americana, una sociedad de consumo de masas en la que una inmensa clase media agrupa a las tres cuartas partes de la población, rodeada por zonas degradadas, comunidades aisladas o guetos en los que los pobres, más que amenazar a los ricos, lo que hacen es destruirse a sí mismos mediante las drogas, el sida y el crimen.

Y, sin embargo, después de un largo periodo en el que el Partido Demócrata parecía incapaz de encontrar un candidato, y tras la proclamación de Bill Clinton, que no entusiasmaba a nadie, Bush, el triunfador recién llegado de la guerra de Oriente, es incapaz de defender su política, se rebaja a ataques personales que no despiertan ningún eco en un Estados Unidos que se supone moralizante, y durante toda la campaña va por detrás de Clinton.

Otro Estados Unidos, sorprendentemente europeo, se muestra mayoritario: se preocupa más por la seguridad social que por las conquistas, habla más de la sociedad que del Estado, de la realidad que de los principios. Y, sobre todo, une dos tipos de exigencias que hasta hoy parecían contradictorias: la seguridad colectiva y la defensa de las minorías, la integración social y la diversidad cultural.El Partido Demócrata era, desde siempre, el partido de las minorías y de los emigrados, frente al Partido Republicano, que se apoyaba en la burguesía WASP (white anglosaxon protestant, blanca, anglosajona, protestante). En la época de George McGovern se oía, sobre todo, a los grupos radicales, feministas y antiimperialistas. Pero la defensa de las minorías, aunque daba militantes a los demócratas, les condenaba al fracaso electoral en ese país mayoritariamente de clase media.

Paz y minoríasEra necesario, pues, asociar la defensa de la paz y de la integración social a la de las minorías contestatarias. Es lo que acaba de ocurrir: el estancamiento económico, que no es ni una verdadera crisis ni más grave que en Europa, tiene unos efectos sociales más dramáticos en un país que siempre ha preferido la iniciativa y promoción individual a la seguridad social y la intervención del Estado. El rico Estados Unidos ha descubierto, una vez disipada la ilusión de un enriquecimiento general indefinido, que tenía más pobres que Europa Occidental; que su sistema de seguro contra la enfermedad no cubría a varias decenas de millones de personas; que la degradación y la desorganización de los barrios pobres eran extremas; que la criminalidad era mucho mayor en Nueva York o Los Ángeles que en Londres o París. Se dice que Clinton representa el ala conservadora del Partido Demócrata. Eso quiere decir que responde a esta nueva alianza entre la exigencia general de seguridad y las reivindicaciones de las minorías contestatarias.

Si Estados Unidos, rico en creatividad y diversidad cultural, reacciona contra la injusticia y la brutalidad de su sociedad puede proveer de un modelo de civilización Inmensamente rico mientras los países europeos se desvían de la búsqueda sana de la seguridad hacia un miedo obsesivo de los inmigrados y se encierran en la defensa de una Identidad cultural que excluye al otro y a la diversidad y no inventa nuevas formas de vida colectiva. La campaña de Clinton no ha marcado sólo el renacer de los demócratas tras un largo periodo dominado por los republicanos. Ha demostrado, esperemos que en Europa tanto como en Estados Unidos, el agotamiento de un modelo liberal extremo que sólo ha parecido atractivo ante el agotamiento del modelo comunista y el debilitamiento o la caída de los socialdemócratas europeos.

Tras este breve periodo de limpieza y apertura de todas las puertas a todos los vientos, es necesario que todo el mundo se preocupe por restablecer el control de la sociedad sobre su actividad económica. Es necesario, por una parte, recordar que la producción no es la materia prima de la gestión Financiera pero que es el fin principal de la actividad, mientras que los bancos deben ser sólo instrumentos de desarrollo y coherencia económica. Por otra parte, es necesario recordar que la sociedad está hecha de reparto -y, por lo tanto, de justicia social- tanto como de producción -y, por lo tanto, de eficacia-, y que nuestro mayor retraso está hoy en día en la formación de nuevas fuerzas políticas y sociales de defensa de los pobres, de los excluidos, de las víctimas del cambio acelerado y de la acumulación de riqueza y poder en manos de oligarquías.

El programa demócrata tiene grandes posibilidades de influir en todo el mundo occidental. Quizá primero en el Reino Unido, donde John Major no es más que un primer ministro de transición tras el largo reinando de la dama de hierro, que tampoco enderezó su país como presumía. La victoria de Clinton nos concierne a los europeos en el más alto grado. Dado que EE UU se ha convertido en más europeo y ha adoptado, finalmente, una forma de welfare state, debemos pensar en cómo introducir en nuestros países un poco más de ese nuevo espíritu demócrata.

es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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