Hombre bueno, hombre malo
¿Es el hombre bueno por naturaleza y viene la sociedad y le carga de cadenas, corrompe y hace malo, como sostenía Rousseau, o, por el contrario, el hombre nace lobo para el hombre, como quería Hobbes, y sólo los grilletes sociales le impiden devorar a sus semejantes, impelido por su insociable e insaciable agresividad intraespecífica?He ahí la gran bifurcación de las ideas acerca de nosotros mismos y nuestra ideal organización social, que arranca desde la más remota antigüedad y origina la dialéctica filosófico / política que ha enfrentado a los hombres desde que tomaron conciencia de sí mismos y se organizaron en sociedad. De ahí, en concreto, surgen desde antiguo el materialismo y el idealismo, bases de la posterior dicotomía entre izquierda y derecha, y, a la postre, entre el sistema socialista y el capitalista.
Curiosamente, el materialismo, que cree en la materia y en el hombre como principios y fines de todas las cosas, se constituiría en el auténtico idealismo humanista frente al idealismo oficial, consistente en creer que materia y hombre no son sino tránsitos contingentes menospreciables hacia el edénico reino del otro mundo.
Materialismo humanista russoniano e idealismo trascendente hobbiano chocan entre sí en las teorías y praxis sobre la necesidad de liberar al hombre en este mundo para que vuelva al estado feliz de naturaleza o cargarle de cadenas sociales para que no muerda.
La visión antropológica socialista pretendía, desde sus orígenes, lo primero, pese a que su concreción penúltima en los Estados oficialmente comunistas se acercase más bien a lo segundo, por la deformación estalinista de la transitoria dictadura leninista del proletariado en una permanente dictadura no precisamente lenitiva del funcionariado.
Los utopistas decimonónicos, herederos de Rousseau, pretendían liberar al hombre sacándole del reino de la necesidad en que vivía bajo el capitalismo manchesteriano para conducirle al de la libertad, paradójicamente sólo concebible bajo un sistema colectivista. Paradójicamente, porque creían sólo en un sistema colectivo se podría proveer a las necesidades del individuo. "A cada cual según sus necesidades" era la meta final, tras la fase de construcción del comunismo que consistiría en tomar "de cada cual según su capacidad" y en dar "a cada cual según su trabajo", libremente prestado en un sistema de voluntariado social. Lemas que, en el fondo, se basaban en la creencia en la bondad natural del hombre y en su sentimiento de solidaridad para con los demás, que le llevarían a realizarse a sí mismo en colectividad y a ser feliz sólo a través de la felicidad de los demás.
Al otro lado, enfrente, los que podríamos denominar antiutopistas o realistas, partiendo de la base de que el hombre es malo y hay que reprimir o, en todo caso, explotar, extirpando sus plusvalías potenciales, su maldad intrínseca, tras acusar a las utopistas de creer que porque la rosa huele mejor que el repollo hace mejor caldo, se dedicaron a mantener y reforzar el sistema capitalista. Éste, teorizado por Adam Smith y basado en el darwinismo social de la ley del más fuerte en la lucha por la vida de todos contra todos, garantizaba supuestamente que la supervivencia del más apto sobre el débil serviría para mejorar el ya de por sí mejor de los mundos posibles panglosiano. Frente a la apelación utópica a los impulsos filantrópicos, se recurría a los instintos egoístas más primarios: en vez de "amaos los unos a los otros", recomendaban el enriqueceos los unos a costa de los otros; en lugar de buscar el bien público a través de la bondad privada, estimaban más directo buscar la virtud pública por la conjunción de los vicios privados. Eso y no otra cosa era el liberalismo y es hoy el capitalismo salvaje. Hay que atreverse a decirlo, a mantenerlo y no enmendarlo oportunistamente sólo porque haya fracasado su aplicación allí y ahora: el socialismo cree en la bondad natural del hombre, mientras el capitalismo explota su maldad original.
Y lo malo es que el tiempo parece haberle dado la razón a éste. El auténtico fracaso de la idea comunista en el Este europeo no estriba tanto en su mala aplicación cuanto en su error de cálculo inicial: creer que el hombre es bueno y solidario por naturaleza y que el capitalismo lo había corrompido, cuando era al contrario, que en la maldad e insolidaridad naturales del hombre estribaban el éxito del capitalismo y el fracaso potencial del comunismo.
Creyeron los utopistas y los marxistas puros que una vez liberado de la opresión económica de la sociedad capitalista y de las trabas éticas de la moral burguesa subsidiaria, el hombre nuevo. (Trotski anunciaba "el hombre nuevo socialista") redevendría bueno y justo; que reencontraría al sí mismo perdido en el desvío de una historia alienante de su naturaleza auténtica; que el buen funcionario o el buen obrero comunistas laborarían con abnegación estajanovista por el solo interés de hacer el bien a sus semejantes y emular a sus héroes de la revolución y del trabajo sin búsqueda de sinecuras, sine pecunia y sine die, pues la anhelada sociedad igualitaria era una utopía ucrónica que debía realizarse en el camino más que en la lejana meta. Y montaron (o al menos lo intentaron hasta Stalin) una sociedad basada teóricamente en esa premisa falsa de que los humanos somos de natural bueno, cuando en realidad somos fieras corrupias cuales esteparios lobos bajo la piel del cordero.
Finalmente, la rebelión de las masas en el hoy invertebrado Este europeo no se hizo en nombre de las libertades públicas colectivas, sino en el de las ansias individuales, especialmente de consumo. Su libertad fue para poder consumir vaqueros y coca-cola y pedir a gritos para ello el advenimiento de las multinacionales. Fue un vivan las caenas de sonido, moto y producción frente a, eso sí y por desgracia, las cadenas políticas que soportaban sin la contraprestación de las otras. Porque, por desgracia, no se atisbaba en las sociedades comunistas hoy derruidas aquel futuro reino de la libertad para, después del de la necesidad, sino que más bien vivía un reinado de la necesidad sin libertad.
Y, cegado el ojo omnivigilante del Gran Hermano panóptico, aprovecharon de paso la libertad conquistada para separarse los unos de los otros o enfrentarse a muerte en guerras fratricidas de origen religioso, étnico o nacionalista.
Si Marx levantase la cabeza hoy, a la vista de lo ocurrido en el Este europeo, no se sabe si echaría la culpa a los dirigentes que no supieron construir el comunismo según cánones humanistas y fortalecieron al Estado Leviathán en vez de tender a su desaparición como estaba mandado, o a los ciudadanos de la fallida utopía que nunca se prestaron a ser masa maleable con la que moldear el hombre nuevo comunista y que jamás trabajaron de verdad por el advenimiento de la nueva sociedad libertaria. Las siete décadas de teórica construcción del comunismo en la URSS no fueron acaso sino una huelga general indefinida de brazos caídos por la falta de incentivos concretos individuales. Quizá no gozaron de libertades políticas, pero los honrados productores soviéticos no podrán quejarse de los ritmos de trabajo de que disfrutaron y acudían a sus puestos de descanso entonando el "qué buenas son las madres Urssulinas; qué buenas son, que nos llevan de excUrssión".
Posiblemente, Marx, hoy, revisaría sus tesis sobre la liberación del hombre de las garras de la explotación y del determinismo dialéctico de su historia económica, esta vez para apoyarlas, sí, en el productivismo, humanizado, de Adam Smith, pero también en los hallazgos, posteriores al marxismo, de Sigmund Freud. De Freud aprendería a bucear en la a menudo apestosa ciénaga de la psique del hombre, esa fosa común del heroísmo, como la llama Cioran, y altar mayor del hedonismo, que subyace a su capacidad asociativa. Comprendería que el espeso bosque de lo colectivo no le había dejado ver los endebles árboles de lo individual.
Habría que ver qué teorización surgiría del encuentro intelectual del gigante del colectivismo con el titán del individualismo. Posiblemente una redefinición del hombre como un ser profundamente egoísta por impulso libidinoso, a la vez que epidérmicamente sociable por instinto de supervivencia. Una especie de vicioso y desalmado míster Hyde que, al revés que el personaje de Stevenson, guardase cautivo en el desván freudiano a un virtuoso y altruista doctor Jekyll, cuya hipotética liberación debería pretender cualquier nuevo elixir social transformador propuesto.
Un filtro milagrero que despertase en nosotros, de modo que aflorase a la superficie consciente desde el abismo insondado de nuestro yo profundo, en escalada desde el bajo ego al alto ellos, desde el antihéroe egoísta que somos hasta el héroe filantrópico que llevamos adormecido en la séptima morada, al Prometeo encadenado por su exceso de amor hacia los hombres y la Pándora rehabilitada con su caja llena ya sólo de esperanza en la raza humana.
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