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Maastricht: el paso a lo explícito

La consulta en Dinamarca y sobre todo el referéndum francés han traído al primer plano de las opiniones europeas el tema de cómo avanzar en la integración de Europa de una manera concreta pero también un juicio general, o más bien un enjambre de opiniones, sobre las metas europeas y los métodos para alcanzarlas.La vida comunitaria nunca va a ser como era antes del 2 de junio pasado, ni las relaciones bilaterales entre los principales países europeos -comprendida España- se basarán en los mismos supuestos, explícitos o implícitos, anteriores a la campaña francesa.

Y, sin embargo, desde al menos un año, o año y medio, se venía advirtiendo que estábamos en un cruce de caminos en' el que, para proseguir, no bastaba con iniciar un atajo, porque tal es el que se ha iniciado en Maastricht. El Tratado es, a la vez, la culminación y el agotamiento del método anterior de integración, el que dibujó Monnet, aplicaron Schumann y Adenauer, se generalizó en los tratados de Roma y París, se profundizó en el Acta única y estrenará todas sus consecuencias en el Mercado Interior único.

No se entiende lo esencial sin situar nuestro presente en su origen y sin escrutar brevísimamente el desarrollo del proceso hasta las conferencias que conducirían a Maastricht.

Monnet -no se dice suficientemente- conocía muy bien los ambientes políticos norteamericanos. Ya durante la I Guerra Mundial, en plena juventud, encargado por Clemenceau de planear el abastecimiento, no sólo trabajó en el Reino Unido, sino que extendió su actividad a la otra orilla; Jean Monnet conocía como pocos la visión y las condiciones de lo que iba a ser la política de contención americana (la que instrumentan McCIoy, Herriman, Marshall, Kennan) en Europa. Partía de la reconstrucción económica de Europa (Marshall), de la puesta en pie de Alemania, de enmarcar su rearme con una sujeción multilateral (de ahí la OTAN), de la visión de la Europa occidental como un espacio integrable. Monnet se propone acabar con la rivalidad germano-francesa y establecer un marco europeo para la actividad económica cuando acabase la acción exterior americana. Pero sabe que todo lo que pueda conducir a una integración clásica de tipo federal, y a una confederal, no podría ser aceptado por las dos superpotencias, ni impuesto por una, Estados Unidos, a la otra.,

Existía en el momento constituyente un federalismo clásico que tenía en el horizonte unos Estados Unidos de Europa, pasando por una etapa confederal. Se manifiesta, por ejemplo, en el Congreso de La Haya, en 1948. De Gaspari, Spaak, Churchill, Madariaga, transmiten un lenguaje federalista.

Pero la fuerza de los supuestos -la integración de los sectores sin más demora- y la conciencia de la dificultad en términos de política de poder (o de falta de poder en Europa) conduce a la adopción de un método: integrará factor por factor, coronará el resultado con una autoridad política, dejará en un paréntesis el carácter supranacional o intergubernamental de lo creado, y llegará un día en que lo integrado deba tener una lectura general, total, explícita en términos de soberanía. Primero, la CECA y Euratom. En la época, el método se denominaba de federalismo acumulativo, y por algún jurista (Schelle), de federalismo funcional. (En 1956 fundamos en Salamanca con Enrique Tierno una asociación europeísta funcionalista. Publicamos unas tesis funcionalistas. Raúl Morodo redactó su tesis europeísta sobre estos supuestos).

La marcha europea, por razones, sobre todo, de equilibrios políticos generales -entre los europeos, y con los Estados Unidos-, adoptó el camino funcional y acumulativo. Con resultados extraordinarios en bienestar, seguridad y clima de cooperación. En un momento, el método funcional penetra en la zona más sensible de la soberanía, la defensa. Pleven aplica el sistema a la integración militar en la forma de un Tratado de la Comunidad Europea de Defensa. El resultado es conocido: la reacción es de un nacionalismo clásico (gaullistas y comunistas en contra, en la Asamblea General francesa; los otros, divididos frente a un funcionalismo que había rebasado sus condiciones limitativas).

Para que la Comunidad, tal y como se define en 1957 y continúa profundizándose en el Acta Única, funcionase por sus inercias mecánicas internas, es decir, sin necesidad de un acto formal constituyente o reformador, la seguridad y defensa debía ser general y determinada por otra dimensión no comunitaria, la de la relación atlántica con Estados Unidos. La Europa comunitaria podía dedicarse a cultivar su jardín, confiando en un sistema no comunitario en el que los Estados Unidos desempeñasen el principal papel y soportasen la principal carga. En la medida en que los supuestos de la contención -mejor aún, si se definía una distensión-, bastaría el método de integración mecánico funcional; o, mejor, iba poniendo los adoquines para una definición en términos políticos, y explícitos.

Por otra parte, el sistema probablemente había dado de sí cuanto podía dar. La situación es clara ya en el Consejo de Milán, de junio de 1985 (el primero al que asiste España). El desbloqueo de la cuestión del presupuesto británico la primavera anterior, en Fontainebleau, y de la ampliación de los recursos propios, libera un impulso europeísta. En Milán se decide reformar la Comunidad por el método del Tratado de Roma, en conferencia de ministros de Asuntos Exteriores. Y se deja en vía muerta el intento, esencialmente político, de periodo constituyente y de ámbito parlamentario que había dado como fruto un Tratado de Unión Europea, impulsado por la acción de Spinein y de sus amigos de Estrasburgo.

La reforma conduciría al Acta única y ésta fijaría los plazos y condiciones de un mercado común sin barreras.

El contenido plano del Acta única y los efectos del mercado interior son desconocidos, pero probablemente muy radicales. Hay quien piensa que antes de emprender el paso de Maastnicht se debieron probar sus efectos durante unos años. Mitterrand, en la campaña francesa, ha argüido que un tratado que abordase las instituciones y regulase los procesos de adopción de decisiones era precisamente necesario para evitar los efectos incontrolados -sin corrección política- del Acta Unica y del Mercado Interior. Esto, y el asunto de las competencias del Consejo -frente a la Comisión, y equilibrio del Parlamento- ha sido la pieza esencial mediante la cual se ha querido vender Maastricht a los intereses nacionales y a las tendencias proestatales.

Creo que se puede concretar qué es lo que lleva a quienes impulsan las reformas -en especial Francia y Alemanía, pero también España e Italia-, a pensar en un tratado total: 1. La desaparición de la política de bloques, la apertura de Centro Europa y Europa del Este, la necesidad de ir preparando un sistema político -y de seguridad- que no dependa del mantenimiento de una cohesión, a la que falta el aglutinante de la localización del adversario. 2. El horizonte de ampliaciones -desintegrada la EFTA y con nueva credibilidad una posición comercial universal- que hace concluir que hay que acompañarlas de una profundización comunitaria. 3. Las consecuencias del Acta única y sus eventuales efectos drásticos. 4. La unificación alemana.

Esta última impulsa a Francia, casi a la desesperada, a mantener el vínculo franco-alemán del Tratado del Elíseo en el marco comunitario. A Kohl y a los políticos de su generación, aún escarmentados por el efecto del nacionalismo germánico tradicional en una zona sin fronteras naturales y bajo el apabullante peso de la hegemonía económica de su país, les parece que una reactivación -integracionista y cuasi federal- es la piedra estabilizadora.

Pero el proceso de las dos conferencias intergubernamentales sobre la Unión Económica y Monetaria y sobre instituciones se desarrolla en poco tiempo y en el clima tradicional comunitario: limitado a los ministros y a los funcionarios comunitarios. El Parlamento Europeo, pese a sus esfuerzos por politizar y explicar los temas, tiene poca voz. Los parlamentos nacionales -salvo, tal vez, el británico, donde el tema es de política interior- no captan que el momento es distinto a todos los anteriores. La saturación de los efectos por el método acumulativo tradicional; la no diferenciación en el sistema jurídico comunitario entre ley general (reglamento, directivas, etcétera) y lo que podía ser norma constitucional; el cambio de los equilibrios en Europa; las inevitables ampliaciones... hubiesen obligado a un control minucioso. Los reformadores (los Gobiernos miembros y la Comisión) utilizan, como es lógico, el método anterior. No opera una visión general explicitada. Se retoca y desarrolla lo que está en los tratados o en el Acta Unica. De ahí el formato del texto, con tantas referencias a los articulados anteriores, y la preeminencia de un lenguaje para técnicos, para iniciados. Y, sobre todo, la ingenua creencia de que los compromisos implícitos en la vida comunitaria no iban a provocar, en los Parlamentos y las opiniones, la petición de una lectura clara y total.

Maastricht es mejor de lo que parece. Es indudable que toda renegociación formal podría provocar muchos desajustes y justificar desganas y temores. He colaborado en la campaña del referéndum francés pidiendo el sí. Pero es evidente que, pese a todos los desajustes creados por el debate, no cabe pasar a una etapa cualitativamente diferente sin que se explicite el contenido. Para ello no hace falta un referéndum, pero sí son necesarios unos verdaderos debate y análisis que no se agoten en tecnicismos sino que sitúen la opción en su dimensión política y de civilización. El lenguaje de los técnicos siempre se basa en muchas asunciones. Se supone un entendimiento anterior con el interlocutor, el otro técnico. Sus cimientos son en muchos casos implícitos. El lenguaje político media entre el técnico -arcano del poder- y el general, que legitima al poder. El paso de lo implícito a lo explícito es el cambio de lo tecnocrático a lo político. Es lo que hacen, o deben hacer, los Parlamentos y los medios de opinión. Y lo que se requiere a los que guían, a los políticos. También en la construcción europea estamos ante una exigencia de explicación total, en términos políticos, frente a los supuestos implícitos, no explicados.

es eurodiputado socialista. Fue ministro de Asuntos Exteriores.

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