Final
Ha sido un año corto, pero intenso. Mil novecientos noventa y dos acabó anteayer -juntar el Día de la Hispanidad y Nochevieja es una hazaña digna de la raza-, y Cartuja 93 acaba de empezar: no ocupará las primeras planas. Ahora estamos con la crisis. La crisis como hecho consumado, como amenaza sabiamente esgrimida desde el poder, utilizada como coacción por las empresas.Es una crisis económica, y por eso hablamos tanto de ella: en las calles, el ruido de los coches se mezcla con el sonsonete de una enorme caja registradora. Todo el mundo va barruntando números, dentro de su coche o en el metro, echando cuentas, restando y dividiendo. Al rictus de cabreo urbano habitual se une ahora el gesto de contar con los dedos. Preocupándome como me preocupa -sobre todo por esa amenaza, por esa coacción a la que me he referido más arriba, porque puede obligarnos a arrodillarnos más-, a mí lo que más me inquieta es la situación en que nos pilla la crisis: en la tesitura del desengaño, del escepticismo, de la insolidaridad. No resultará fácil cerrar filas y plantarle cara. Desde luego, no lo será partiendo de la receta que nos propone González, la de que un pueblo que ha montado la Expo puede ser capaz de superar los malos tiempos.
Respeto las crisis. Por duras que sean, siempre le acaban poniendo a uno en su lugar. Quizás a nosotros nos ha llegado la hora de mirarnos al espejo y de vernos tal como somos; de echar una ojeada al campo y los suburbios, y ver cómo vive en realidad la gente. Tal vez así dejarán de molestarnos quienes duermen en los subterráneos, y quienes llegan a nuestro país en busca de trabajo. No somos tan diferentes.
Peor que estar en crisis es engañarse respecto al lugar al que llegamos, teniendo en. cuenta, sobre todo, de dónde salimos.
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