Dinero y autonomías
LA DISCUSIÓN sobre la cesión del 15% del impuesto sobre la renta (IRPF) a las comunidades autónomas se ha empantanado en la ciénaga: la lucha, ya no partidista, sino fraccional; la falsa línea divisoria entre ricos y pobres; la apelación a los sentimientos en lugar del debate sobre planteamientos rigurosos. El desarrollo del Estado de las autonomías es un asunto sensible. Huelgan algunos comentarios demagógicos o racistas oídos estos días. Esta advertencia no es exagerada. La convivencia democrática española no está sólo amenazada por la dialéctica de los puños y las pistolas separatistas, sino también por las semillas de odios que frívolamente, por intereses electoralistas, plantan algunos separadores. Ambas distorsiones se alimentan mutuamente. Más vale que la polémica vuelva a su cauce, presidida por los imperativos de asegurar la viabilidad e impulso del desarrollo autonómico y de que el Estado garantice el principio de igualdad de todos los ciudadanos.El debate del Consejo de Política Fiscal y Financiera de enero trabó un consenso: el sistema común de financiación autonómica ha funcionado sustancialmente bien, permitiendo una descentralización inédita en la historia de España; y este sistema, periódicamente revisable, está aquejado de algunos defectos, por lo que debe perfeccionarse mediante la corresponsabilización fiscal, sobre la base del esfuerzo fiscal, traducible técnicamente en la cesión de un porcentaje del IRPF.
El principal defecto del sistema es la irresponsabilidad fiscal de unas administraciones que prácticamente sólo gastan, sin arrostrar el coste político de recaudar. Esta perversión contradice el principio básico de la internalización de costes, según el cual, todo gasto debe estar apoyado en un ingreso y toda decisión de gasto debe imbricarse en la política de ingreso. Así, facilita el victimismo ("Madrid no nos envía suficiente dinero"), incentiva el déficit (en la medida en que, irresponsables del ingreso, las autonomías se afanen en el dispendio) y distorsiona las transferencias (el organismo recaudador central, constreñido presupuestariamente, retrasa los pagos a quienes no sufren el coste de recaudación). Estos efectos perversos se resumen en uno: el contribuyente ignora qué paga a quién, cómo lo hace y a quién debe pedir cuentas. La semilla de la discordia fiscal está ya sembrada. Sólo falta que la abonen tirios o troyanos.
La corresponsabílización -no inventada por los nacionalistas, sino por los países federales- acabaría con ello. Lo decisivo no es la receta (la atribución a cada comunidad del 15% del IRPF recaudado en su territorio), puesto que existen fórmulas alternativas (otro porcentaje del IRPF, sea el 12% o el 18%; una cuota sobre el IVA), sino el principio de la corresponsabilidad.
La ventaja de la fórmula es su carácter ejemplificador. Nada mejor que un impuesto directo universal para concienciar al ciudadano de que la escuela que inaugura su consejero autonómico está financiada con sus impuestos y no con una partida arrancada a las fauces recaudadoras de Madrid. El funcionamiento de la Agencia Tributaria -con presencia autonómica- y la reforma de los impresos de la renta (haciendo constar los destinatarios de lo recaudado) coadyudarán a ello. La responsabilidad fiscal revierte al fin en responsabilidad política. Otra ventaja es el automatismo en los pagos, al evitarse los retrasos a que se ven sometidas las administraciones subcentrales. Asimismo, estimularía la recaudación, como ha sucedido con los impuestos cedidos. El mecanismo incrementa la autonomía y la suficiencia de financiación de las autonomías, principios que consagra la legislación.
¿Tiene este horizonte contraindicaciones? Sí, si sus ventajas se ven desmentidas por una desigualdad en la financiación de servicios públicos por habitante para alguna comunidad. Pero no es éste el caso. El 15% del IRPF recaudado no altera los equilibrios recaudatorios: debería elevarse al doble (en Alemania es del 42,5%) para que las autonomías con mayor renta obtuviesen más recursos que hoy. Y si no altera el quantum de los ingresos -salvo, en todo caso, al alza, por mayor recaudación-, significa que tampoco modifica la cuantía de los gastos. Ergo, las comunidades que menos recaudan no deben temer una insuficiencia de recursos: alegarla invocando una solidaridad interregional que nadie discute es populismo. Cierto es que este mecanismo hará también más transparente la aportación de cada comunidad. Pero es éste un buen principio, si no, revierte en una desigualdad territorial de los servicios públicos.
La alternativa al principio federalizante de la corresponsabilidad no es el unitarismo a ultranza, sino un sistema fiscal confederal: el concierto vasco (100% de recaudación a cargo de la autonomía y retorno de un cupo al Estado para sufragar los servicios comunes). Quienes claman contra la corresponsabilización, un horizonte de consenso, deben saber que cegar la vía del federalismo fiscal equivale a abrir el camino a la generalización del concierto. ¿Es eso lo que pretenden?
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