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Maastricht ya se tambaleaba

Apenas tiene importancia que los franceses hayan votado oui o non al acuerdo de Maastricht, al que se ha dado el título grandilocuente de Tratado sobre la Unión Europea. Porque la cruda realidad de la política internacional ya había enterrado sus disposiciones clave, las había hecho estallar.La Constitución de Estados Unidos tuvo en un principio siete artículos esparcidos por unas cuantas páginas para apuntalar una unión más perfecta. El Tratado de Maastricht llena unas 250 páginas.

Pero no es necesario leerse cientos de aburridos títulos y protocolos para captar su esencia. Está ahí mismo, en las dos primeras páginas, expresada en el triple compromiso de perseguir el establecimiento de "una moneda única y una política exterior y de seguridad común".

Por desgracia, Europa ya ha superado el examen de unidad, de modo que el voto francés no hace más que prolongar la agonía. La advertencia estaba hecha desde principios de año y el miércoles estalló con la fuerza de un cargamento de explosivos.

El Sistema Monetario Europeo entró en crisis el día en que el Reino Unido e Italia salieron de él, tras un largo y desafortunado intento de evitar la devaluación de la libra y la lira.

¿Y qué, tiene de malo la devaluación?, se preguntarán; después de todo, el dólar ha estado subiendo y bajando como una montaña rusa durante años. Eso es como preguntar: "¿Qué hay de malo en proferir una blasfemia. en una reunión de fervorosos evangelistas?". Porque, al menos en teoría, la devaluación supondría una violación del espíritu de Europa.

El concepto de Sistema Monetario Europeo como paso preliminar para el futuro establecimiento de una moneda única depende en su totalidad de una camisa de fuerza de tipos de interés fijos. Pero las distintas divisas pueden permanecer unidas sólo si aquellos que las controlan se adhieren a los mismos esquemas de probidad fiscal y monetaria.

Sin embargo, los líderes políticos se arrodillan ante altares diferentes. Echan un vistazo a sus índices de desempleo y, a continuación, ojean sus calendarios electorales.

Por consiguiente, siempre tratarán de librarse de esa camisa de fuerza y perseguirán una política económica que generará tensión en el vínculo monetario y terminará por romperlo.

De modo que, ¿por qué se ha mantenido durante tanto tiempo el engranaje de la unión monetaria europea? Para empezar, hasta hace cinco años, la dictadura de la virtud se compensaba constantemente con un brochazo de pecado.

Había muchos reajustes, y, de este modo, nadie tenía que dejar de beber, precisamente porque podía dar de cuando en cuando un trago a la botella. Pero, después de 1987, las monedas europeas se convirtieron en fortificaciones inviolables -defendidas a cualquier precio y de cualquier extraño-. Entonces comenzó la cuenta atrás para la explosión final.

La segunda razón fue más profunda: la reunificación alemana en 1990. Esto fue como poner a un drogadicto a cargo del suministro de cocaína. En principio, esos gobernadores de cara larga del Bundesbank te nían que hacer de sargentos. Mantendrían su propio Gobierno a raya, y al tirar de la cuerda de la paridad fija, obligarían a cualquier derrochador a apretarse el cinturón o a sufrir la humillación final de la devaluación.

Eso era ayer. La factura de la reunificación asciende ahora a 130.000 millones de dólares anuales. Sin embargo, en Bonn, el canciller Helmut Kohl eligió a George Bush como modelo: nada de nuevos impuestos. El resultado fue una financiación masiva de los gastos mediante el déficit presupuestario, un endeudamiento generalizado y un serio auge de la inflación.

. Así que esos caballeros del Bundesbank salieron a escena como si fueran robots programados, disparando los tipos de interés y encendiendo la mecha del Sistema Monetario Europeo.

John Major y Giuliano Amato, los primeros ministros del Reino Unido e Italia, respectivamente, no tenían más que una opción: subir los tipos de interés aún más y eliminar con ello cualquier posibilidad de recuperarse o desligarse de la tiranía del marco alemán. Decidieron dejar de costear -de manera indirecta- los gastos de reunificación alemana, y aquí termina, por ahora, el gran sueño de la unión monetaria europea.

Los otros dos pilares de la unión -una política exterior y de seguridad común- se desmoronaron a principios de este año ante la crítica violenta del nuevo orden europeo, que mostraba un sospechoso parecido con el viejo. La política exterior comunitaria de Europa sufrió en Yugoslavia un fuerte impacto, del cual tardará en recuperarse.

"Lo haremos a nuestra manera", dijo la Comunidad Europea a Estados Unidos cuando Yugoslavia comenzó a desintegrarse. Sin embargo, nuestra manera parecía una repetición de la I Guerra Mundial, cuando Francia y. el Reino Unido prestaron su apoyo incondicional a Serbia, su antiguo aliado, y los alemanes, a Croacia y Eslovenia, antiguas posesiones de los Habsburgo.

Los serbios lo entendieron perfectamente: todos los alto el fuego que se firmaran bajo los auspicios de la Comunidad estaban rotos antes de tener listos los bolígrafos, y lord Carrington, el mediador, dimitió con razón.

¿Una política de seguridad comunitaria? También aquí Yugoslavia sirvió de relámpago que expuso a la luz la fragilidad de las ambiciones europeas.

Alemania seguirá siendo la excepción mientras siga ocultándose tras una interpretación discutible de la Constitución, que proscribe cualquier intervención militar que vaya más allá de la propia defensa.

¿Los británicos, franceses e italianos? Ellos al menos están dispuestos a aportar un número simbólico de fuerzas para socorrer a Sarajevo. Pero aquí es donde termina la armonía. Los franceses quieren que la Unión Europea Occidental, el brazo militar de la Comunidad Europea, se encargue de todo. Los británicos preferirían marchar bajo la bandera de las Naciones Unidas. Londres quiere mantener viva la OTAN; París, como de costumbre, opta por la irritación generosa, poco dispuesta a aceptar ningún arreglo que preserve la hegemonía de Estados Unidos.

La moraleja de la historia es triste: Europa cuenta con todos los requisitos para ser una superpotencia, a excepción de dos elementos: un interés común y una voluntad común. Esto no debería sorprendernos.

Durante 40 años la historia se detuvo. La guerra fría sirvió para imponer el orden, y las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, siempre estaban dispuestas a restallar el látigo de la disciplina en bloque.

Además, la potencia europea más fuerte, Alemania, ya no es un Gulliver encadenado. Se ha librado de sus antiguas adicciones sin adquirir los hábitos del liderazgo benigno. El estallido del Sistema Monetario Europeo resulta instructivo.

Lo que le pareció lógico al Bundesbank -luchar contra la irresponsabilidad fiscal con unos tipos de interés audaces- resultó desastroso para todos los demás.

Pero el liderazgo requiere ver más allá del ombligo de uno o una política que sacrifica la unidad de Europa por la de Alemania. Ser un líder significa mirar también por los demás.

De ahí el pernicioso debate que ha tenido lugar en Francia con motivo del referéndum, en el que los partidarios de Maastricht recurrieron a argumentos que difícilmente podían tranquilizar a sus hermanos alemanes: que la unión era la única oportunidad de volver a encadenar al Gulliver del Rin.

¿Adónde se dirige Europa ahora? El diagnóstico está clarísimo. La enfermedad es la renacionalización -velada en Occidente y descarada en los países del Este- La amenaza no es la guerra. Pero las metáforas han adquirido un tono militar, que es una buena forma de avivar el fuego del nacionalismo.

Durante el cataclismo monetario, la prensa italiana fue muy dada a emplear lemas como "Dunkerque" y "El Álamo". Y la prensa británica hablaba del asunto como si Guillermo Kohl acabara de enviar sus acorazados a Albión.

. Quizá el impacto de la primera geldkrieg (guerra monetaria) enseñará a los europeos una sana lección: "No arriesgues demasiado: apunta más bajo para llegar más alto".

Europa no está preparada para una unión más perfecta. Pero el mercado único -que propone el libre movimiento de bienes, personas y capital-, acordado antes de Maastricht, se hará realidad el 1 de enero; los votantes franceses no iban a cambiar eso.

Y la defunción del Sistema Monetario Europeo podría ser en realidad una bendición disfrazada, ya que proporcionará suficiente libertad monetaria como para amortiguar el impacto del big bang 93, cuando el mercado único haga su aparición.

Los europeos han visto el futuro; esperemos que no les haya gustado. Como el doctor Spielvogel en la Queja de Portnoy, tendrían que decir: "Bueno. Ahora tal vez deberíamos empezar. ¿De acuerdo?".

Con un calendario de compromisos nuevo y más moderado.

Josef Joffe es redactor jefe de la sección de Internacional del Süddeutsche Zeitung.

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