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"Aquí hay un charco"

JOAQUIN VIDALLlovió fuerte durante la mañana, paró a mediodía, y, 30 minutos antes de la hora fijada para comenzar la corrida -seis de la tarde- había algunos charcos en la plaza. No muchos. Media docena de operarios, con sus palas y sus rastrillos, trabajaban despaciosamente. No todos. Nunca trabajaban a la vez más de tres, y el resto intercambiaba opiniones sobre lo divino y lo humano. A las seis comparecieron los matadores, cuadrillas y autoridad, y nada más llegar al centro geométrico del redondel, Curro Romero señaló un charco y pronunció esta frase histórica: "Aquí hay un charco".

No es que fuera un charco grande. Más bien era un charco pequeñito -dos metros de diámetro- pero era el charco testimonial, el que habían dejado virgen los operarios en su zona de trabajo para que hubiese constancia de que en el albero de la Maestranza la lluvia había producido charcos. Julio Aparicio señaló al mismo charco y dijo otra frase histórica: "Con ese charco no se puede torear". La tenían tomada con el charco y ahora fue el banderillero Guillermo de Alba quien convocó a los presentes para comunicarles la inesperada noticia de que había un charco. Llegó después su colega Castilla, puso cara de sorpresa, y exclamó "¡Un charco!".

Gavira / Romero, Aparicio, Finito

Toros de Antonio Gavira, muy desiguales de presencia, flojos, en general de escaso juego. Curro Romero: pinchazo y media estocada caída (silencio); estocada corta baja (algunos pitos). Julio Aparicio: estocada trasera (palmas y también protestas cuando sale al tercio); media estocada caída, estocada corta y descabello (silencio). Finito de Córdoba: estocada atravesada perdiendo la muleta y rueda de peones (oreja); dos pinchazos y se tumba el toro. El Rey presenció la corrida desde el palco de honor, acompañado por su madre, la Condesa de Barcelona. Plaza de la Maestranza, 26 de septiembre. Tercera corrida de feria. Dos tercios de entrada.

La autoridad oía y callaba La autoridad, que no es présbita, ni sorda, debía de estar. del charco hasta más arriba del tupé. La historia venía de la mañana. A la hora del apartado, el empresario de la plaza manifestó su opinión de que debía suspenderse la corrida, y el presidente se negó porque pensaba -con buen criterioque, si dejaba de llover, hasta las seis de la tarde quedaba tiempo suficiente para acondicionar el ruedo. Lo que nadie dijo fue que el redondel, sí podría acondicionarse, más no la taquilla, donde se padecía pertinaz sequía en la caja de los cuartos.

Entre discusiones y protestas de que allí había un charco, se produjo en la masa discutidora cierto movimiento sospechoso, indicios de que se suspendía la corrida, y entonces estalló en el público una sonora protesta, gestos de indignación, conato de revuelta. Eso fue lo que pudo motivar a los toreros, que dejaron de señalar el charco, se retiraron mohínos y la empresa anunció mediante una tablilla que la corrida empezaría cuando se hubiera acondicionado el ruedo. Tardaron una hora. Lo dejaron tan recompuesto como si se tuviera que representar allí El lago-de los cisnes. Y hubo corrida (a las siete de la tarde), y dio tiempo hasta de que llegara el Rey, cuya asistencia no estaba prevista.

No se representó El lago de los cisnes, claro, aunque baile sí hubo. Bailaron Curro Romero y Julio Aparicio. Bailaron sin faldellín, pero bailaron. Ambos dieron verónicas, lo que no es poco en estos tiempos de carestía capotera. Julio Aparicio, en el segundo toro; Curro Romero, en el cuarto. Julio Aparicio, con finura y quieta la planta; Curro Romero, con esforzado ademán, pues ya, a sus años (y a sus lógicas zozobras) le cuesta horrores sacar los brazos y embarcar con soltura las embestidas. Los jalearon a ambos como si se trataran del mismísimo Curro Puya en tarde de inspiración mágica, y se pusieron jacarandosos. Andaban por el ruedo arrastrando los pies (y, de paso, levantando la arena que tan cuidadosamente había esparcido el personal de mantenimiento).

Con la muleta no se confió ninguno de los dos. Los toros se quedaban cortos, y ellos, largos de dudas y precauciones. Julio Aparicio citaba con mucho empaque y, al llegar el toro, escapaba raudo. Curro, que apuntó algún derechazo al cuarto, macheteaba sin disimulos. El toreo de muleta lo hizo, en cambio, Finito de Córdoba, que cuajó bellas tandas de redondos al tercero, abierto el compás. También metía un pico exagerado y con la izquierda apenas se estrenó -tres naturales solo, de puro compromiso, sin arte ni ajuste- pero abrochó la faena con ayudados y trincheras muy toreros. Al sexto, sin embargo, lo trasteó desconfiado; eso fue todo. Y de noche acabó la función. Con el ruedo enjuto y la afición aburrida, harta ya de que la tomen el pelo.

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