Paz y guerra
Los franceses que han votado sí lo han hecho, en primer lugar, por "asegurar una paz duradera", y los que han votado no, por "garantizar la soberanía" (Libération, 22 de septiembre). Una interpretación posible es ésta: unos apuestan por la paz, incluso al precio de perder soberanía, y otros por la soberanía, incluso al precio de la guerra. No es tan descabellada como parece. En su origen, el proyecto de unidad europea fue, ante todo, un proyecto de paz: el intento de tejer una red de intereses entre las naciones europeas que hiciera improbable un nuevo enfrentamiento entre ellas; entre Francia y Alemania, sobre todo. Ha sido en Alsacia donde el sí ha tenido más fuerza: "Nuestra región ha cambiado tantas veces de manos en la historia que estamos hartos de ver desfilar ejércitos" (EL PAÍS, 22 de septiembre).La causa del sí es, por tanto, noble. También meritoria: avanza frente a la marea de lo establecido por antonomasia, la patria. Más que el hecho de que el 49% se haya opuesto a Maastricht sorprende que el 51% haya resistido a la tentación de oponerse. Pero Francia, después de Dinamarca, ha demostrado que la mitad de la población no está dispuesta a arriesgar la patria por Europa. No es el Bundesbank, ni los eurócratas, ni el déficit democrático: eso son teorizaciones (tomadas del arsenal de los del sí) para racionalizar la verdadera causa: temen perder su alma si se pierde su nación, disuelta en Europa.
Una buena causa puede ser la peor si no cuenta con el consenso suficiente: el voluntarismo leninista produjo el Gulag. La paz justifica el esfuerzo, pero si la mitad de la población prefiere la guerra, habrá guerra. Para mantener lo establecido basta con que la mayoría lo quiera; para modificarlo hace falta un consenso mayor. Por eso es inevitable recomponerlo antes de seguir. Es injusto, pero así está planteado hoy el dilema.
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