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En la tierra de los puros

Mario Vargas Llosa

Entre Peshawar y Torkham, ciudad fronteriza afgano-paquistaní, hay unos 60 kilómetros de tierra abrupta y estéril, calcinada por un sol de espanto, en cuyas cumbres menudean los fuertes de barro y piedra construidos por los británicos en el siglo pasado para proteger el tren que iba a Jalabad y Kabul. Este es el famoso Khyber Pass, escenario de feroces carnicerías durante las guerras imperialistas y de hermosas historias de Rudyard Kipling. La comarca se llama ahora Provincia Fronteriza Noroccidental (NorthWest Frontier Province), de Pakistán, pero es, en verdad, una tierra de tribus soberanas, que viven del contrabando, la guerra y la heroína, y que aún gobiernan, como en los tiempos en que Alejandro Magno las invadió, jefezuelos de horca y cuchilla.Todo el mundo está armado con Kaláshnikov, hasta los camelleros y pastores de cabras que, acuclillados como aves zancudas, se defienden del sol bajo las secas ramas de unos árboles que parecen algarrobos. En todos los mercadillos y tiendas del camino nos ofrecen armas -desde modernas metralletas hasta mosquetes prehistóricos- junto con los mismos quepis, gorras, correajes, uniformes, medallas y símbolos del extinto Ejército soviético que yo he visto vender en la puerta de Brandeburgo, de Berlín. Pero los muyahidin que los arrebataron y trajeron ya no están aquí. Han retornado a Afganistán, donde, después de guerrear 11 años contra los invasores soviéticos, ahora guerrean entre sí.

Las matanzas de los últimos días en Kabul, a la que los muyahidin fundamentalistas de Gulbudin Hekniatiar bombardean sin misericordia, frustran mi propósito de ir a ver el trabajo de los voluntarios que, como parte del programa de asistencia de la ONU llamado Operación Salam, tratan de desactivar los 10 millones de minas que, se calcula, sembraron guerrilleros y soviéticos en el suelo de Afganistán. En medio de la monumental estupidez de esta guerra, que ha dejado ciegos, cojos, mancos e inválidos de mil maneras a dos millones de afganos -uno de cada siete u ocho sobrevivientes del cataclismo-, el empeño de estos voluntarios por hacer de nuevo hospitalaria y laborable esa tierra en la que todavía siguen -y seguirán por un buen tiempo- saltando en pedazos niños, mujeres, chivos, perros y todo lo que se aventura por ella me ha conmovido. Desde que el espigado coronel australiano que dirige el programa me lo explicó en Islamabad -mostrándome fotos de los pastores alemanes amaestrados para olfatear los explosivos y el delicadísimo trabajo de cada desactivador he querido verlo con mis propios ojos. Tengo los permisos necesarios, pero la frontera está cerrada, porque las autoridades paquistaníes temen un reflujo masivo del millón de refugiados afganos que en los últimos meses, esperanzados con las perspectivas de paz, regresó a su país.

Torkham es un atolladero humano indescriptible, por las encontradas corrientes de refugiados que quieren partir o regresar y que afluyen en ambas direcciones hacia esta frontera, una escuálida valla en la que una compañía de infantes paquistaníes, tocados con pañuelos de colores, intenta poner orden. A las escasas nativas de la región que se muestran por allí se las reconoce al instante, pues andan sumergidas en la burga, especie de tienda de campaña que las cubre de pies a cabeza, con una minúscula rejilla bordada a la altura de los ojos, que les da una apariencia de ciencia-ficción. Las afganas son tan pobres que apenas llevan una dupatta para los cabellos. Pero si Gulbudin Hekmatiar se sale con la suya tendrán también que asfixiarse debajo de la burga, las raras veces que consigan franquear los muros de su casa.

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Esto es la Edad Media, sin duda, pero incrustada en el siglo XX. En todas las esquinas polvorientas de Torkham se cambian rupias paquistaníes por dinero afgano, con ayuda de calculadoras japonesas, y los puestos del mercado lucen una impresionante colección de radios, televisores y electrodomésticos fabricados en Europa y Asia y metidos aquí de contrabando, junto a las inevitables alfombras y cacharros de artesanía.

Regreso a Peshawar y me extravío en el dédalo de callecitas de la ciudad vieja, dando mil vueltas y revueltas en busca del llamado Bazar de los Contadores de Historias. Aparece, al fin, y hay en él Mercedes Benz junto a carritos tirados por caballos y camiones y autobuses maquillados y engalanados como damiselas: con collares, aretes y minuciosos tatuajes de frutos y flores en toda la carrocería. Aquí venían, al parecer, desde hace siglos,, narradores orales de todo el Oriente a deslumbrar a la gente con su arte suasorio y fantasías. La tradición no se ha perdido del todo, pero ahora, en vez de oírlos de viva- voz, aquellos cuentos y recitales se oyen en casetes, pregonadas en todos los puestos. Compro una, por solidaridad profesional, pero me quedo en la luna, pues las historias son en pashto.

Durante la guerra de Afganistán, Peshawar hervía de periodistas occidentales y de espías de todas las potencias mundiales. Por aquí pasaron los cientos de millones de dólares que Estados Unidos gastó apoyando a los muyahidin y el modernísimo armamento que permitió a éstos resistir a los invasores, derrotarlos, y que les permite, ahora, matarse entre ellos. Desde que los soviéticos se retiraron del vecino país, en 1988, la ciudad recuperó su aislamiento y letargo. Pero la guerra le dejó como sedimento a buena parte de los dos millones y pico de refugiados a los que las luchas entre las facciones rivales impiden aún el retorno a Afganistán.

He leído y escuchado cosas tan terribles sobre los campos donde se hacinan aquellos desarraigados que la mañana que paso en uno de ellos me llevo una sorpresa. La pobreza es enorme, desde luego, y las con diciones de existencia dificilísimas, pero, con todo, no hay allí el aniquilamiento moral, ese desplome del instinto de vida qúe he visto, por ejemplo, en algunas comunidades de los Andes devastadas por la miseria y el terror. Por el contrario, la esquelética chiquillería atruena el día con sus juegos y denota una vitalidad a flor de piel, mientras se revuelca en el barro o corretea detrás de una pareja de búfalos. Viven en el infierno, pero no están derrotados.

Esta impresión se confirma en la vivienda a la que nos introduce el afgano que nos guía hasta allí, un hombre alto y de ojos claros, con una barba luenga y una túnica blanca, que habla un inglés muy masticado. Esta casa de barro la construyó con sus manos, hace 10 años, y

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en ella nacieron cuatro de sus ocho hijos, de los cuales han muerto tres. Nos presenta a un pariente recién llegado, desertor del Ejército afgano, y se empeña en que compartamos con ellos un pedazo de pan. Luego, nos lleva a un pozo de agua que él mismo excavó. Nos dice que ése es "un lugar sólo para mujeres", pero cuando nosotros pretendemos retirarnos, nos retiene y llama a su mujer y a una hija, y nos las presenta. Mi acompañante me asegura que se trata de un gesto excepcional.

¿Cómo es posible que la presencia de un cuerpo forastero tan numeroso, tres millones y medio de refugiados, no haya provocado animadversión y rechazo en la población paquistaní? Mi interlocutor es categórico: aquí, en Peshawar, la cohabitación de ambas comunidades ha sido pacífica y amistosa y los afganos no se han sentido jamás discriminados. Buen ejemplo, sin duda, para aquellas sociedades poderosas del Occidente a las que las relativamente pequeñas migraciones del este europeo, o del norte africano, convulsionan y aterran. Pero es verdad que la digestión de la gran marea foránea, en el caso de Peshawar, ha sido facilitada por la religión, la lengua y las costumbres comunes.

La tolerancia, por lo demás, no es una virtud generalizada en Pakistán. En los guetos cristianos de Islamabad y Lahore que visito, los testimonios que recibo sobre el desprecio y la marginación de que son víctimas sus moradores resultan penosos. Se trata de comunidades muy pequeñas, de hombres y mujeres que se ganan la vida con los oficios más desdeñados -sirvientes, barredores de calles, mandaderos-, autorizados a practicar su religión, pero que no accederán jamás a puestos importantes en la burocracia o el Ejército.

Pakistán, la "tierra de los puros", es una república islámica. Su fundador, Jinnah, soñaba hacer de ella uña sociedad secular y moderna, donde habría una clara delimitación de lo religioso y de lo público. Pero, tanto por culpa de los regímenes despóticos como de los fugaces gobiernos democráticos que ha tenido, ha ido siendo empujada, cada vez más, al integrismo religioso. Ahora, en teoría al menos, impera en ella la ley coránica. Me aseguran que la amputación de las manos a los ladrones y otros castigos corporales dictados por los tribunales casi no se aplican, debido a la renuencia de los cirujanos del país a oficiar de verdugos. La influencia de los mullahs es omnipresente, y también su prepotencia, como le.consta a mi mujer, a quien uno de ellos casi se come viva, al salir de la visita a la gigantesca mezquita del rey Faisal, en Isla miabad, por haber se quitado el pañuelo de la cabe za. En la televisión, un impecable censor distorsiona la imagen cada vez que aparece un tobillo o un hombro de mujer, pero, en cambio, en la prensa paquistaní de lengua inglesa leo editoriales y artículos que critican al Gobierno con mucha libertad.

¿Quién imaginaría, paseando por la ancha y elegante avenida de Jinnah, en la modernísima ciudad de Islamabad, que aquí comenzaron, en febrero de 1989, los primeros motines callejeros por Los versos satánicos, que culminarían con la condena a muerte, por el ayatolá Jomeini, de Salman Rushdie? Nadie ha podido averiguar -quién o quiénes incitaron aquella mañana a esa muchedumbre de analfabetos (el 75% del país), luego de las plegarias matutinas, a avanzar por esta avenida pidiendo a gritos su cabeza y a atacar el American Centre. Una decena de personas murió en aquella asonada, y desde entonces, por esa misma razón, ha seguido muriendo gente en distintos países del mundo, se han asaltado librerías y quemado libros, aterrorizado a editores y traductores y se tiene viviendo en capilla, a salto de mata, al autor de aquella ficción que -se puede meter por ello las manos al fuego- ninguno de sus perseguidores siquiera leyó.

Nada de esa barbarie se percibe a simple vista, en esta capital de calles pulquérrimas y parques incontables, sin mendigos y, aparentemente, sin ladrones, donde un amigo diplomático me asegura que nunca echa llave a su casa. Pero, como en Brasilia o Canberra, capitales de las que es más o menos contemporánea, hay en Islamabad algo artificial, un contraste cronológico demasiado grande con el profundo y antiguo país que le toca presidir. En cambio, en la oleaginosa Lahore, el peso de la historia gravita por todos los poros de la ciudad. Como todo el mundo, cumplo mi deber de visitante escalando las murallas de la fortaleza de los remotos emperadores y aspiro la fragancia de los geométricos jardines que rodean sus sepulcros. Y, luego, hago una peregrinación más personal, en pos de las huellas, ya casi inexistentes, de un contador de historias que encandiló muchas noches de mi juventud. Todavía existe el museo del que su padre fue curador, y con un poco de fantasía y voluntad es posible, recorriendo el pesado edificio de piedra donde se editaba el Lahore and Military Gazette, imaginarse bajo estas calurosas bóvedas al joven Rudyard Kipling hilando, con la destreza de los tejedores nativos de alfombras, la trama de sus primeras ficciones.

Mario Vargas Llosa 1992. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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