_
_
_
_
Tribuna:RELATOS DE VERANOLos misterios de Madrid (XXVII)
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una revelación sorprendente

Antonio Muñoz Molina

El folletín de OIga manejaba la pistola con la misma desenvoltura y elegancia que un lápiz de labios. Que Lorencito no comprendiera los móviles de su voluble comportamiento no era un obstáculo, sino más bien, como él asegura, un acicate, para que el ya enfebrecido amor de nuestro paisano se convirtiera en idolatría. ¿Por qué lo salvaba ahora, si un poco antes lo había entregado alevosamente a sus enemigos? Cuando Lorencito estuvo junto a ella, Olga reclamó al estupefacto J. D., más pálido que la mascarilla mórtuoria del padre Damián, apóstol de los leprosos, que formaba parte de su colección.-Y usted, tan caballero siempre -dijo Olga-, seguro que tiene la fineza de acompañamos a la calle y de quedarse con nosotros hasta que paremos un taxi...

-Quietos todos -ordenó J. D. a los guardaespaldas, que ya hacian amagos de atacar a Olga-. Obedecedla. Por lo que más quiera, señorita, no agite más la Santa Sangre...

Un mechón blanco le caía sobre la frente, y parecía haber envejecido varios años. Miraba la ampolla de cristal con ojos de fanatismo y de súplica. Olga le entregó la pistola a Lorencito, y él, que en su vida había tenido en sus manos un arma, se las arregló como pudo para encañonar al magnate, rogando con fervor al Santo Cristo de la Greña que no se le presentara el compromiso de hacer fuego.

-Les pagaré lo que sea -murmuraba J. D_ Lo que me pidan...

-Andando -dijo Olga, con menos consideración que si empujara a un pordiosero- Si todo va bien no tardará mucho en recuperar su reliquia.

-Elija cualquier otra -habían entrado en el ascensor, y sus puertas se cerraron ante las caras impotentes y furiosas, de los guardaespaldas-. El brazo de santa Teresa. La piedra que descalabró al santo niño Tarsicio, que tiene una mancha de su sangre...

Lorencito volvió a morirse de vértigo mientras bajaba el ascensor. Las puertas se abrieron y no había nadie ante ellas. Salieron al vestíbulo y los guardias de uniforme, a una señal de J. D., depusieron sus armas y se quedaron alineados y expectantes mientras ellos pasaban. En la acera de la Castellana aguardaron unos minutos hasta que apareció un taxi libre. J. D hizo ademán de quitarle a Olga la ampolla de cristal: rápidamente, ella fingió que la tiraba, y el magnate quedó paralizado como estatua de sal. Entró primero Lorencito en el taxi. Después, Olga bajó la ventanilla y le enseñó por última vez la reliquia a su desesperado propietario.

-Será mejor que no nos siga nadie -le dijo, con una sonrisa seductora- Igual el taxi salta en un socavón o en una curva y se me rompe el frasquito.-

Bajaron por la Castellana. Los modernos edificios de acero y de vidrio se alternaban con señoriales palacetes estucados en blanco. Olga guardó la ampolla y la pistola en su bolso, se echó hacia atrás en el asiento, tan tranquila que ni se volvió a vigilar por la ventanilla trasera, y todavía no le dijo nada al taxista. Sentado junto a ella, Lorencito la miraba en silencio, mudo de estupor. Reconoce ahora que un desolado pensamiento prevalecía sobre él: "Es mucha mujer para mí". La estrecha falda se le había subido hasta lo más alto de sus bien torneados muslos, provocando en el pusilánime Lo rencito el sobresalto de un recuerdo imborrable y en sus de dos una codicia sensual que ya no se atrevería a satisfacer. Olga consultó su reloj, con ese ademán atareado que tienen las mujeres de negocios en los anuncios de la televisión.

-Llévenos al hotel Palace, por favor -le dijo al taxista, y luego, para sí-: Las doce. Ya habrán llegado.

-¿Quiénes? -Lorencito reconoció en su voz el apocamiento de costumbre.

-Ya lo verás -Olga sonrió: pero ahora lo miraba como si no lo viera, y la sonrisa de la noche anterior había desaparecido, tal vez, temía Lorencito, para siempre.

-¿Y- el Santo Cristo de la Greña? ¿Dónde lo tienes guardado?

-En el mismo sitio donde estaba -Olga se echó a reír, pasándose una mano por el pelo- Lo único que cambié fue la chapa con el número del almacén. Confiésamelo hundiendo los dedos en una crencha rubia acercó su cara a Lorencito, y por un momento lo miró como antes-: ¿A que pensabas que te había traicionado? Hombre de poca fe... Los vi llegar y me di cuenta de que no teníamos escapatoria. Hasta ver qué pasaba fingí que me ponía de su parte.

Otra pregunta se le quedó para siempre a Lorencito en lo más íntimo de su conciencia: Y anoche, ¿también fingías? Pero no la hizo por timidez, por miedo a la respuesta. El taxi giró a la derecha en la plaza de Neptuno, que para Lorencito, después de la Cibeles, es la más monumental de Madrid. Buscaba su cartera, pero Olga pagó con una rapidez desconcertante. Lo traspasaba la emoción cuando al cruzar la carrera de San Jerónimo ella lo tomó del brazo. Estaba de repente tan triste que ni siquiera se preguntó adónde iban. Era la variedad más arraigada de su tristeza, la de los anocheceres de octubre en El Sistema Métrico, la primera tarde que se enciende la luz eléctrica a las seis.

Sin que se diera cuenta habían llegado a la escalinata del Palace, donde montaban guardia dos porteros de librea y chistera que intimidaron profundamente a Lorencito. Pensó, con su arraigado apocamiento, que a él no lo dejarían entrar. Olga cruzó junto a ellos sin mirarlos, así que no vio la reverencia que le dedicaron. El vestíbulo manifestaba un lujo que Lorencito conceptuó de asiático. Olga se separó de él, desgarrándole el alma durante unos segundos, y fue a preguntar algo en el mostrador de recepción. Para subir las escaleras ricamente alfombradas lo tomó de la mano, aunque sin darle a ese gesto demasiada importancia, lo cual sumió a Lorencito en un trance casi luctuoso de felicidad. En un ascensor con espejos subieron a la tercera planta. Hundir los pies en aquellas alfombras era como caminar por un trigal. Techos altos, divanes de cuero, mesitas con figuras de bronce, puertas de caoba con números dorados: hasta ese momento, la idea máxima del lujo que había poseído Lorencito era la del hotel Consuelo, de Mágina, que tiene agua caliente y bidé en la mayor parte de sus habitaciones.

Olga le soltó la mano para llamar con los nudillos a una puerta. La abrió un hombre envuelto en un batín de seda con bordados en oro: porque su capacidad de asombro ya estaba casi agotada, Lorencito no se extrañó de ver a don Sebastián Guadalimar. Olía a whisky y a colonia y llevaba un cigarrillo justo entre las puntas de los dedos índice y corazón, como si le diera un poco de asco sostenerlo.

-Avanti -dijo el prócer-. Amigo Quesada, siempre es un placer verlo, a pesar de la precipitación del rendez-vous. Espero que nuestro pequeño affaire haya concluido satisfactoriamente. Discúlpeme que lo reciba en robe de chambre. En cuanto a usted, desconocida señorita, su llamada de anoche nos pareció a la condesa y a mí, cómo diría, un tanto shocking... Pero ya ve, hemos venido, aunque ligeros de equipaje, casi desnudos, como los hijos de la mar, que diría el humanísimo don Antonio... Disculpen que hayamos instalado nuestros lares en la habitación principal, y que los recibamos en la salita de esta mediocre suite.

-¿Está su mujer? -preguntó Olga.

-Si se refiere a la contessa -don Sebastián se inclinó ligeramente-, en estos momentos concluye su toilette. Si me disculpan.

Iba a dejarlos solos, pero Lorencito le cortó el paso. El respeto que en otro tiempo le había inspirado don Sebastián estaba convirtiéndose en animadversión y en rencor. Aunque también reconoce que pagó con él su despecho hacia Olga.

-Un momento, señor conde -dijo, no sin sorna-, que yo también tengo que decirle unas palabras, aunque no sean en francés.

-Mon cher- don Sebastián Guadalimar palideció: de un empujón, Lorencito lo había hecho sentarse-, dejemos para más tarde ciertos detalles enojosos...

-Ahora lo veo todo claro -dijo Lorencito: el labio superior volvía a temblarle-. Usted estaba conchabado con los ladrones. Usted tuvo la idea de enredamos al pobre Matías Antequera, que en paz descanse, y a mí para que nos tomaran por culpables del robo. Si no, ¿por qué sabían que yo paraba en la pensión del señor Rojo?

-No se sulfure, mon ami -don Sebastián encendió otro cigarrillo- Puedo explicárselo todo... Usted es víctima de un malentendu...

-Ya da lo mismo, no se cansen -intervino Olga- Usted, señor conde, y su señora engañaron a este pobre hombre, pero el caso es que la venta que proyectaban se ha frustrado y que la imagen la tengo yo.

-¿Y a qué espera para devolvérnosla? -en la puerta de la salita había aparecido la condesa de la Cueva: no hay por qué describir su famoso pelo negro y ensortijado, su audaz y suculento escote, su espléndida madurez, su altivo porte de aristócrata.

-A que usted me reconozca como única heredera de su título y de su fortuna -absorto en la belleza de Olga, Lorencito no podía creer lo que estaba escuchando- A que usted acepte públicamente y por escrito que soy su hija...

-Pero Concha -exclamó, tan asombrado como Lorencito, don Sebastián Guadalimar-. Tú me juraste que tu primer marido también era impotente...

-Y no te mentí -la condesa, trémula, desfallecida, se apoyó en la pared-. El padre de esta chica es el difunto Matías Antequera.

-Pero yo creía -articuló con dificultad Lorencito- que Matías era... homosexual perdido...

-Y eso qué importa -don Sebastián tenía hundida la cabeza y se mesaba los cabellos blancos- Usted no conoce a esta mujer. Es capaz de tirarse al Doncel de Sigüenza.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_