Resaca
El alcalde Maragall, persona creíble, lo dijo: habrá resaca olímpica. Según de qué demonio esté destilada la copa que alegra el hígado, cada curda tiene su propia resaca. La Olimpiada comenzó con una borrachera catalanista y terminó con otra españolista. Su resaca es por ello doble y, como las que mezclan cava y cazalla, crea delirios: el juego deportivo se hizo floral y la aldeana bronca inaugural tomó al final aire de rumba universal.Pero una vieja jota gruñó bajo los bucólicos piropos al epílogo fraternal de lo que comenzó como un cruce huidizo de zancadillas fratricidas. Sonó al sur del Ebro, cuyo norte catalán vive en un túnel nacionalista (¿qué nacionalismo no es un estrechamiento?) benigno, pues no mata y se autoconmemora en una matanza de carne propia, lo que le distingue del español, que mata y se autocelebra en una matanza de moros y otra de indios: raíces que se agitaron mientras los dentífricos hacían su agosto con el cómico spot Amigos para siempre.
Si algo grande hizo la democracia española es dormir en su túnel a la bestia nacionalista española. Y es hoy saludable temer que la resaca que ahora comienza le despierte: 1.000 sevillanos agotaron su arsenal de insultos en una retransmisión colectiva de la curda catalana; un tabernero manchego reventó con una botella su televisor, al grito de "¡sapo!", cuando Pujol invadió su pantalla; un barcelonés descuidó su acento y fue exiliado de un taxi a un mediodía de julio en el infierno de la pista de Barajas; en un bar de Legazpi, dos goles gaditanos llamaron a aplastar (sic) sapos en general.
Cuatro gruñidos, entre 20 que oí y 20 millones que no oí. Algo mueve su siesta y la bestia españolista abre un ojo. Si algo da miedo de la resaca catalanista es que le abra el otro. Si el pujolismo estrecha, el antipujolismo aterra.
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