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La cofradía de los malvados

Entre las muchas historias que Claudio Magris refiere en ese prodigioso catálogo de tormentos aceptados que se llama Otro mar se cuenta la de Toio Zorzenon, obrero dé los astilleros de Monfalcone y organizador de células comunistas elandestinas.La vida de Zorzenon se puede resumir en unas pocas líneas, con el rigor y el laconismo de un currículo: prisionero.de los fascistas en Italia; deportado a Alemania; fugado de Alemania; partisano en Istria; "italiano, pero partidario de la anexión de Trieste y del Territorio Libre por Yugoslavia, porque Yugoslavia es un país comunista" y "para la revolución proletaria las diferencias nacionales no cuentan"; agredido por los nacionalistas, resuelve vivir en Yugoslavia y *contribuir a la construcción del socialismo; prisionero de Tito en el campo de concentración de la isla de Gofi Otok, junto a ustachis y delincuentes comunes, acusado de estalinista: su mujer y sus hijos, en la miseria, recorren Yugoslavia e Italia en procura de una ayuda que jamás llega; finalmente liberado unos años más tarde, regresa a Monfalcone, donde su casa ha sido entregada a una familia yugoslava huida; sus vecinos le consideran traidor a la patria y agente de Tito, y los comunistas le rechazan por su oposición a Tito; sueña con marchar a Australia. "La cofradía de los malvados funciona", concluye Magris.

Como se ve, la biografia de una víctima. Víctima del nacionalismo italiano, del nacionalismo yugoslavo, del nacionalismo, seguramente aún más perverso, de los estalinistas. Detrás de la odisea de Zorzenon surge siempre la sombra de la esposa y de sus criaturas, peregrinas y desconcertadas, sin casa, sin suelo, con pasaportes de tiempo de guerra, inevitablemente provisionales, sobreviviendo gracias a quién sabe qué caridades, a quién sabe qué intercambios, en las mismas tierras de nadie en que hoy aguardan casi dos millones de mujeres y niños ex yugoslavos.

Tal vez la justa exaltación de la memoria de Walter Benjamin, con ocasión de su centenario, y la consiguiente insistencia en el recuerdo de su última noche hayan resultado contraproducentes: la que fuera una jornada paradigmática, modelo al tiempo que reiteración, ha acabado por convertirse, para la conciencia general, en peripecia singular. El suicidio de Benjamin, como el de Stephan Zweig, ejemplifica la norma; en modo alguno la excepción. Y no únicamente la norma de la época del nazismo, sino la norma del siglo XX, el siglo del cinismo nacional, ejercido con completa falta de pudor por los nacionalistas de todas y cada una de las naciones del mundo, con o sin Estado.

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El problema de los cerca de dos millones de refugiados generados por la guerra que, por oscuras razones, se libra en el territorio de lo que hasta hace poco conocíamos como Yugoslavia no ha dado lugar a grandes movimientos de solidaridad, aun cuando sea una realidad defínidamente europea (o quizá por ello mismo). En Bosnia se está liquidando la posibilidad de una república multiéniaca o multicultural, en favor de opciones particularistas, sean éstas eslavas, arias o musulmanas; pero ello no cuenta para los ideólogos del cínico-nacionalismo, defensores incondicionales del derecho a la fragmentación de las soberanías territoriales. El cínico-nacionalismo de derechas se ampara en el sentimiento popular; el cíniconacionalismo de izquierdas, en la noción estalinista de autodeterminación de los pueblos. Ambas tendencias hacen caso omiso de la expresión democrática como único medio legitimador, en términos políticos, de sentimientos y determinaciones. Sólo la expresión democrática asegura que la autodeterminación sea de un pueblo y no de grupos, clases, castas o sectas dirigentes.

En el momento en que escribo estas líneas, 1.800.000 refugiados bosnios, en su mayoría mujeres y niños, aguardan destino en las fronteras de Austria, Italia y Hungría. En Croacia hay ya 700.000. Italia parece dispuesta a aceptar medio millón, y Austria, unos pocos más, con la idea de tolerarlos hasta que la contienda cese formalmente y puedan regresar a Sarajevo o a Goradze. El que se trate de mujeres y de niños se debe, según TVE, a que "los hombres fueron reclutados por algunas de las milicias". Son, pues, una vez más, las mujeres y los hijos de hombres tan inflexibles ante la realidad como el Toio Zorzenon de Magris, hombres que, de sobrevivir a su propia furia, no encontrarán lugar en que volver a establecerse con un mínimo de aceptación y de seguridad; y que, de no sobrevivir, dejarán viudas y huérfanos con la carga de una memoria imposible: ¿podrán acaso regresar a las ruinas de una casa rodeadas de enemigos, víctimas o verdugos del padre muerto? Unos cuantos lo harán: vivirán alguna forma de venganza, tardía, vana, ridícula. Podrán soñar con Australia, con América; pero Europa, haciendo suya la argumentación cínico-nacionalista y, por tanto, sin exigir garantías al Gobierno soberano que de esta guerra surja, el Gobierno de los más fuertes, de los más violentos, de los más feroces en su irracionalidad, los devolverá a su país.

Otros, otras, no retornarán jamás. Se colarán por los agujeros de la red y echarán á andar sin rumbo fijo, por la superficie de un planeta cuyas dimensiones se reducen día a día. Las persecuciones del Imperio Gran Ruso en Polonia y Ucrania llenaron de prostitutas miles y miles de barcos hacia Nueva York, La Habana o Buenos Aires, e hicieron el agosto de organizaciones transnacionales de rufianes en un mundo poblado por varones emigrados en una búsqueda solitaria de fortuna. No hace mucho, Albin Michel reeditó en París los libros, en su día célebres, de Albert Londres, en que constan los pasos de esa historia: La chemin de Buenos Aires (la traite des blanches) y Le Juif errant est arrivé, cuyos títulos hacen innecesaria cualquier glosa. En el mismo año 1927 en que aparecieron, Julio Álvarez del Vayo los hizo traducir y editar en Madrid. Subsisten ejemplares en bibliotecas, y merecen ser leídos. Ahora no hay barcos, sobran habitantes en todas partes. ¿Serán acaso las próximas décadas las de la proliferación de prostitutas bosnias, o macedonias, o eslovacas, según pinten guerras y miserias, por las carreteras y en los alrededores de los cerrados puertos de Europa? ¿Negociarán esas viudas perseguidas sus servicios sexuales con solemnes nacionalistas mediante el idioma universal de los gestos, vista la oscuridad de las lenguas locales? ¿Serán sus hijos los gamines del nuevo Viejo Continente?

La unidad de Europa no es una teoría. Es una realidad, se la quiera o no, y puede llegar a ser una chocante realidad. No pocas de las bombas de Sarajevo, están cayendo ya sobre París, Madrid o Roma. Tampoco es una teoría el establecimiento del mercado mundial. Y su realidad puede llegar a ser aún más chocante que la de la unidad europea. No pocos de los palos que los Gobiernos autoritarios que en el mundo son, y son los más, dan a sus súbditos vienen a golpear en espaldas europeas.

Se habla de resolver el problema inmigratorio europeo mediante la aceleración del desarrollo de los países periféricos, pero la cuestión es tanto política cuanto económica. Sólo la extensión y la profundización de la democracia en el mundo entero, opuesta por esencia a los nacionalismos, a las excepciones territoriales y a los privilegios de religión, puede constituir soporte suficiente para un progreso real de hombres y sociedades. Por dificil que sea. Y don Adolfo Suárez, nuestro hombre en la Guinea de Obiang, sabe cuán dificil es.

Horacio Vázquez Rial es escritor.

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