Juegos de todos
LOS JUEGOS Olímpicos que hoy se clausuran en Barcelona han entrado ya en la cuenta de los grandes éxitos colectivos de la España contemporánea y de los más deslumbrantes acontecimientos de nuestro mundo. En el terreno estrictamente deportivo, éstos han sido los Juegos más limpios de la reciente historia olímpica. En cambio, también han sido los Juegos más comerciales y los más televisivos de la historia, cosas que en principio no debieran suscitar inquietud si se mantiene, como parece haber sido el caso, dentro de unos límites impuestos, precisamente, por una gestión racional y eficaz, al servicio, fundamentalmente, del deporte y del ciudadano. No puede decirse lo mismo de la cuestión espinosa de la profésionalización, cuyo máximo exponente ha sido el paso primero deslumbrante y luego tedioso del dream team americano, el equipo superprofesional y millonario de baloncesto de Estados Unidos.Desde el punto de vista de España, en cualquier caso, estos Juegos han significado, por resultados en medallas, en finalistas y en presencia de atletas, la traducción deportiva del papel alcanzado por nuestro país en el mundo, en el pelotón de cabeza de los países desarrollados. Desde el punto de vista organizativo, no hay duda de que éste es un éxito de dimensión histórica, cuya responsabilidad no puede adjudicarse únicamente a una Administración, a una fuerza política o ni siquiera a una generación de gestores. España acaba de demostrar también con los Juegos lo que ya había acreditado con ocasión de la Conferencia sobre la Paz en Oriente Próximo, celebrada el pasado octubre en Madrid, o con la Expo de Sevilla: que es un país moderno, dotado de una Administración que puede ser eficaz y de una sociedad civil activa y plural. Esto será pronto una obviedad para las nuevas generaciones de españoles, pero no lo era hasta ahora para muchos ciudadanos acostumbrados a la permanente chapuza nacional, a la miopía autárquica y aislacionista y a la debilidad mental que proporciona la falta de generosidad, la pereza intelectual y un dolorido complejo de inferioridad propio de colectividades aisladas y resentidas.
La fiesta del 92, aunque haya quedado un tanto empañada por las dificultades económicas y por el deterioro del clima político interior y europeo, es la expresión de una España plenamente integrada en el mundo contemporáneo, que se acepta a sí misma y desea coprotagonizar la historia de Europa y del mundo. Internamente, además, la normalización que expresan estos Juegos tiene también otro significado: encarna la aceptación efectiva del pluralismo de las Españas y, más en concreto, de la realidad cultural y lingüística catalana, en un esfuerzo de síntesis y de convivencia de símbolos, enseñas e himnos, y en una demostración de los interesantes frutos que puede proporcionar el consenso social y político y la colaboración entre instituciones públicas.
Lo mismo cabe decir de Barcelona, descubierta como capital catalana y como metrópoli española y europea por todo el mundo, y redescubierta por los españoles como escenario de los éxitos en competición de nuestras selecciones y nuestros héroes deportivos. Por si alguien quiso ponerlo en duda algún día, estos Juegos han explicada todos que España juega siempre en casa cuando la cancha es un estadio catalán y barcelonés, y se ha hecho, además, satisfaciendo la legítima y profunda voluntad de encauzar la vivencia y la expresión simbólica de la realidad de Cataluña en el acontecimiento.
La síntesis compleja, que quizá no todos querrán entender, se expresa en la pacífica y armónica amalgama de símbolos y enseñas: el campeón ciclista andaluz José Luis Moreno pasea las dos banderas, española y catalana, como lo hace el campeón de marcha, el catalán Daniel Plaza, o el propio público, que jalea con gritos de "España, España" mientras hace flamear la senyera. Lo mismo sucede con los himnos, el catalán y el español, que se encadenan ante la entrada del Rey en la ceremonia inaugural y hoy, según todo lo previsto, en la de clausura. Todo esto no tendría mayor relieve si no expresara algunos avances sustanciales en el encaje de la real pluralidad de las Españas. Cataluña no es tan sólo una parte de España, sino que es la misma España la que forma parte de la propia Cataluña, tal como ha sugerido de forma audaz el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall.
Pero este esfuerzo de convivencia y de civismo que se ha desplegado en los Juegos también tiene un profundo significado de puertas afuera. España, Cataluña y Barcelona han marcado esta línea de síntesis en el preciso momento de crisis nacionalista en el este de Europa. No es ninguna casualidad que estos Juegos, atravesados por una cierta dialéctica de la identidad y del nacionalismo, hayan sido los más universales de la historia olímpica, tanto por número de participantes como por la incorporación de los nuevos Estados y la participación de la antigua URSS en su última comparecencia como Equipo Unificado, así como por el regreso de Suráfrica.
Barcelona 92 ha dibujado así, en la pacífica confrontación entre deportistas y equipos nacionales, el ideal de una humanidad unificada y en paz, sin divisiones ni enfrentarnientos, en duro contraste con la realidad bélica en la antigua Yugoslavia y con el abismo cada vez más profundo abierto entre los países ricos del Norte y los pobres del Sur. En las limitaciones de los ideales de paz y de libertad, en la desigualdad económica entre países y seres humanos, en contraste tan cruel con la comercialización del deporte, deberá hallar el movimiento olímpico las nuevas y urgentes plusmarcas a batir.
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