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El espacio público, físico y virtual

Hace 30 años, en 1962, el filósofo Jürgen Habermas redactó su tesis doctoral sobre la esfera pública. En aquel brillante ensayo sociológico, el joven doctorando introducía una categoría de análisis a la que denominó con el término alemán offentlichkeit, y que habría de ser extraordinariamente influyente. A medio camino entre lo económico y lo político, esa noción designaba la discusión por los ciudadanos privados de los asuntos públicos fuera del ámbito del Estado, y conformaba una dimensión mediadora entre éste y lo que convencionalmente denominamos sociedad civil.La palabra alemana, que se refiere simultáneamente al público y a lo público -a las personas, a la naturaleza de los asuntos y a la actividad de difusión de los mismos-, se ha traducido frecuentemente como "la esfera pública". Al aparecer la edición francesa del libro de Habermas en 1978, la influencia del pensamiento de Foucault, tan pródigo. en metáforas arquitectónicas y espaciales, hizo que offentlichkeit se convirtiese en "espacio público".

Tres años después se editaba la versión española, y su traductor, el filósofo Antoni Domènech, prefirió el término publicidad (en su sentido originario de "vida pública social" más bien que en el contemporáneo de "propaganda, comercial" aunque en el título y subtítulo de la obra se evitase el equívoco con las denominaciones "opinión pública" (elección ésta obligada por la editorial, que lo incluyó en una serie dedicada a los mass media) y, con mejor criterio, "vida pública".

Esta fatigosa disgresión terminológica no tiene otro propósito que el de subrayar los estrechos vínculos semánticos y conceptuales que anudan los espacios físicos en los que se desarrolla la vida pública y los espacios virtuales en los que se produce la opinión pública. Existe un continuo sin suturas entre la morfología ciudadana y la configuración mediática: el cuerpo urbano palpita con los impulsos del alma informativa; la materia de lo público reside también en la forma intangible de la publicidad.

Al propio tiempo, la mención inicial de la obra ejemplar de Habermas desea llamar la atención sobre el robusto papel que la misma atribuye a los actores privados en la caracterización de la esfera pública. Lo público media entre los ciudadanos privados y el Estado, extrayendo su naturaleza de la sólida conformación de lo privado y la nítida protección de la intimidad, antes que de la subordinación a las diferentes instancias e intereses del Estado. La sustitución de la vida pública por el ocio y del espacio público por el tráfico son fenómenos correlativos: la urbanización destruye, paradójicamente, la civilidad.

La belleza convulsa de la, metrópoli tiene el oscuro reverso del debilitamiento de lo privado y, con ello, el socavamiento de lo público. El descoyuntado espacio contemporáneo tiene su eco en la fragmentación del discurso público: cuando la ciudad se rompe, el rumor ciudadano deviene una algarabía confusa. Sólo el Estado se fortalece y crece, progresivamente ineficaz, como una metástasis burocrática que prolifera sin control sobre un archipiélago físico, social e ideológico.

La disgregación de la ciudad europea por el automóvil ha vaciado de sentido los viejos escenarios de la vida social: las calles y las plazas, las iglesias o los mercados. Hoy son los aeropuertos, los hoteles, los centros comerciales o los parques de atracciones, rodeados de hectáreas- de aparcamientos y enlazados por autopistas, los espacios que acogen el espectáculo urbano. En los estadios se celebran los acontecimientos deportivos o los macroconciertos que forman la religión de la mayoría; en los museos y centros de arte, las exposiciones cuya liturgia ha sustituido el precepto dominical de la burguesía bien pensante.

De forma parecida, el debilitamiento de la escritura epistolar, la conversación y la tertulia entre iguales ha dejado espacio a la comunicación audiovisual unidireccional: la televisión en la casa y la radio en el coche -donde el parte meteorológico ha sido sustituido por el de tráfico, explicitando así vivamente nuestra nueva naturaleza- son los instrumentos fundamentales de articulación de la opinión pública. Pero también aquí la fragmentación -tanto de las emisoras como de la atención del receptor, que practica el zapping convulsivo- caracteriza el universo público: la ciudad física y la ciudad mediática estallan en pedazos a la vez.

En este panorama, el despotismo del Estado se manifiesta en su expropiación coactiva del espacio de la ciudad y del espacio de la comunicación. La extensión cancerígena de los edificios estatales y su parque de vehículos y conductores, reservas de aparcamiento y privilegios de circulación se produce en paralelo con una infiltración masiva en el territorio de los medios de comunicación. Pero también aquí la tendencia general a la fragmentación se cobra sus víctimas, y el Estado se descompone y trocea mientras se multiplica sin remedio.

Las torres de comunicaciones y las grandes infraestructuras del transporte son los nuevos símbolos de una ciudad acelerada, que sólo encuentra en el espacio virtual de las ondas y el espacio físico del tráfico sus referentes públicos. La recuperación de la offentlichkeit no pasa -como se ha creído en tantas operaciones urbanísticas arcaizantes que evocan la Roma barroca o el París de Haussmann- por la réplica paródica de los contenedores de la vida social de otras épocas. Pasa más bien, si es que todavía puede hacerlo, por la protección del ciudadano privado frente al Estado, y. por la protección de la sociedad civil frente a la ocupación indebida, también por el Estado, del espacio físico de la ciudad y del espacio virtual de los medios de comunicación.

Sólo así podría rescatarse la vida pública y la opinión pública -la esfera pública, en suma del intolerable secuestro de que es objeto por parte del Estado, y que, al desvirtuar lo privado, desnaturaliza y hace imposible la cristalización de lo público, entendido como el espacio del diálogo y el raciocinio entre ciudadanos privados. Tal afirmación taxativa podrá parecer -sin duda con motivos- como una ingenuidad tardo iluminista que linda con la inodencia. Pero acaso la inocencia sea el único antídoto contra el cínico veneno de un Estado que, en su avidez expropiatoria, se ha adueñado incluso del término y de la categoría de lo público, cuando nada puede ser más extraño a su naturaleza, tan ignorante del público como ajena a la vida pública.

es arquitecto.

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