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El comandante

Ángel S. Harguindey

Con Fidel ocurre lo mismo que con los amores de la pubertad: que ya no son lo que eran. Queda, es cierto, el recuerdo de un tiempo, de una edad, irrepetibles y casi siempre sugestivos. Años en los que todo parecía más sencillo: había buenos y malos, proletariado y oligarquía, racionalistas vaticanistas. Por haber, había hasta partidarios de Antortícini. Después fuimos sabiendo que los buenos -cualquiera que fuera el bando elegido- eran mediocres y que los malos -unos u otros, es lo mismo eran igualmente mezquinos.

Mientras tanto, los muros y los esquemas demostraron que eran tigres de papel y que mil o cien mil ojos no veían necesariamente más que dos. Comenzamos a comprender que el papel de los tigres procedía, procede, de la deforestación, y que los ojos ven, o no ven, lo que el talento y la sensibilidad de sus propietarios permite asimilar. Atrás, en la memoria de los años de juventud, iba quedando el comandante, un recuerdo cada vez más empañado por nombres propios: Padilla, Ochoa, Arenas... que los más fieles trataban de limpiar con conceptos: bloqueo, alfabetización, dignidad...

Pero si algo parece surgir con pujanza en este fin de siglo caótico es precisamente el valor de lo concreto frente a la mixtificación de lo abstracto. Ante cada utopía o anhelo trascendente surge un Marielito, un homosexual confinado o una poetisa tragando papel a la fuerza. Es la demagogia de los hechos.

Es probable que la historia, corno gusta de declarar Fidel, le absuelva. El futuro sólo satisface a quienes saben que nunca llega. El presente es mas implacable y, sin duda, mucho más inmisericorde con quienes se niegan a reconocerlo. Los tigres, el papel, los ojos y las ensoñaciones forman parte ya de una pesadilla de la que, al parecer, no le despierta ni don Manuel Fraga Iribarne, que ya es dormir.

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