Los cien metros desde la tribuna
Me eduqué en una época en la que lo menos parecido a un libro era una pelota, lo más distante del patio era la clase y lo más opuesto a la química era la gimnasia. No era un fenómeno exclusivo de nuestro país ni de nuestros colegios e institutos. Por aquel entonces me impresionó una frase de un publicista norteamericano, H. L. Mencken, que afirmaba: "Odio tan apasionadamente los deportes como los deportistas odian la inteligencia".Viví como una contradicción, en ocasiones como un desgarro., mi afición paralela a las fórmulas químicas y a la cancha. La pasión por las moléculas y por el atletismo. Era difícil encontrar compañeros con quienes compartir estos dos amores contrapuestos.
El espacio que ocupaba en la escuela el cuerpo era por aquel entonces el patio o el gimnasio, y lo que allí ocurría recibía en el mejor de los casos la denominación de tabla, no de multiplicar, por supuesto, sino de gimnasia. La noción de educación fsica llegó después, cuando ya desfilaba por una universidad en la que esta asignatura componía, junto al idioma extranjero, la religión y lo que llamaban con pudor formación política, un paquete de materias tan prescindible como irrelevante a efectos académicos.
Desde entonces se ha recorrido un buen camino y en él ha sido determinante la perseverancia, no siempre bien comprendida, de los primeros profesores de educación física formados en criterios profesionales que superaban las concepciones que vinculaban sorprendentemente las doctrinas falangistas con la práctica -deportiva. El deporte, el atletismo, no tenía en realidad una gran acogida en la prensa, excepción hecha del fútbol, que fue también visto con sospecha, pero por razones distintas, en los años de duro ejercicio intelectual y político contra la dictadura.
Se comprenderá que quienes cultivábamos esas oscuras inclinaciones deportivas tuviéramos serios reparos en hacer públicos nuestros sueños. Entre mis aspiraciones de adolescente nunca figuró la de ser ministro, menos aún de Educación y Ciencia, personaje al que por aquel entonces suponía únicamente interesado en agobiar a los estudiantes, a nosotros, con nuevas y refinadas torturas. Debo decir con la misma franqueza que uno de mis sueños de entonces tenía justamente como escenario un estadio deportivo, un estadio enorme, olímpico. Junto a los inevitables atletas norteamericanos, el protagonista, en realidad uno mismo, se aprestaba a tomar la salida en la competición reina, los 100 metros lisos, bajo la mirada de una multitud. Ni siquiera se pensaba en medallas, tan sólo en el honor de estar entre los mejores.
Ahora, dentro de unas horas, volveré a ese estadio, en realidad un estadio que lleva esperando como yo décadas para ser olímpico, y no faltará uno solo de los detalles que decoraban aquel sueño. El público español, que lleva también esperando mucho tiempo para ser público olímpico, rebosará en las gradas y los corredores se dispondrán en los tacos de salida a la espera del pistoletazo que ponga en marcha sus músculos. Y podré recorrer mentalmente cada uno de esos 100 metros que separan de la gloria, aunque sea desde la sombra y la insignificancia de la tribuna.
Está visto que los sueños nunca se realizan tal como fueron originalmente concebidos. Pero se realizan.
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