Corrupción otra vez
LA LISTA de casos de corrupción política presumible mente relacionados con la financiación irregular de los partidos políticos comienza a ser demasiado larga como para mantener la tesis de que son únicamente una excepción. Desde hace dos años, en que surgió el caso Juan Guerra y sus derivados, ya no bastan los dedos de las manos para contarlos: son los llamados asuntos Naseiro, Filesa, Renfe, Costa Doñana, construcción de Burgos, Blasco de Valencia, Casinos de Cataluña, tragaperras del País Vasco, etcétera. Y ahora el caso Ollero u Ocisa en Andalucía. Demasiados escándalos que muestran la existencia de vasos comunicantes entre poder e intereses privados, y, más genéricamente, entre política y dinero, como para desechar la hipótesis de que tales métodos no son sólo habituales y tolerados, sino propiciados en parte por algunos partidos políticos.En el caso Ollero u Ocisa se dan todos los rasgos indiciarios que definen tales prácticas: la obtención de comisiones ilegales a cambio de un trato de favor en la concesión de determinadas obras públicas. Y la existencia de una trama de intermediarios que perciben su parte alicuota por los servicios prestados, llámense de asesoramiento o tráfico de influencias, sin más, entre quien otorga la comisión y quien se la embolsa finalmente. Pero en el caso Ollero u Ocisa se ha producido un hecho inédito: la detención por la policía de uno de los intermediarios con las manos en la masa, es decir, con un maletín con 22 millones de pesetas, parte de la presunta comisión ilegal otorgada. Que el intermediario en cuestión sea hermano de un alto cargo de Obras Públicas de la Administración autónoma andaluza y que la empresa constructora de la que recibió el dinero sea una de las que más obras públicas realiza en Andalucía son datos que otorgan, en principio, una preocupante dimensión política y delictiva a tal intermediación.
Por supuesto que, estando el asunto subjúdice, los inculpados están rotundamente amparados por el derecho a la presunción de inocencia. Pero el hecho de que se haya abierto un procedimiento judicial permite deducir la existencia de indicios inculpatorios que sólo una investigación a fondo podrá confirmar o despejar. Desde los intereses de la sociedad y de la justicia no existe duda alguna de que tal investigación, además de obligada, tiene un alto valor terapéutico en unos momentos en que los casos de corrupción han debilitado la confianza de los ciudadanos en sus representantes: la impunidad no puede ser la regla, ni en el caso Ollero u Ocisa ni en los demás.
Ésta es precisamente una de las secuelas más inquietantes que dejan tras de sí los escándalos relacionados con la supuesta financiación irregular de los partidos: el círculo de impunidad que se crea a su alrededor, propiciando con ello la creación de bolsas de corrupción. Un peligro para el sistema no tanto por su existencia como por la falta de su necesario drenaje por parte de los mecanismos institucionales -polítícos y administrativos, principalmente- encargados de su control e investigación. Hasta ahora, ni las comisiones internas de los partidos ni las parlamentarias, ni incluso la función fiscalizadora del Tribunal de Cuentas, han servido para otra cosa que para dar por buena la opacidad de las finanzas de los partidos. Sólo los tribunales de justicia han podido en algún caso concreto arrojar un poco de luz a pesar de la dificultad de la prueba en este ámbito y de las superiores garantías de las que gozan los implicados.
Por todo ello es urgente, si no un cambio de modelo en la financiación de los partidos políticos, sí un claro compromiso de su parte para reducir drásticamente los gastos. Mientras éstos se mantengan en el nivel actual, les será difícil resistir la tentación de acudir a oscuras vías de financiación y, por tanto, proyectar una desgraciada imagen corruptora, algo realmente grave para unas instituciones a las que la Constitución considera instrumento fundamental para la participación política ciudadana.
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