Una voz en el desierto
Un viaje liminar por el imperio, allí donde el poder terrible del centro aparece benévolo comparado con el antiguo salvajismo de las tribus. No agua, no cama, comida equívoca: champaña, sí, pero no un refresco. El pan se acabó, hay caviar y mostaza Coleman. Pero no donde untarlos.Hoy es el día del astronauta, y en la enorme plaza suenan desde por la mañana marchas militares. La plaza -rodeada de edificios oficiales- ha estado vacía durante meses, desde la última conmemoración imperial, y. su enormidad Crea una sensación de desierto de hormigón, sin coches, sin gente. Un Asia de asfalto.
De pronto, por el fondo de la avenida emerge el retrato del primer astronauta: un casco blanco que sólo deja ver unos ojos y una sonrisa.
Muchachas con faldas rojas y camisa blanca y muchachos con banderas rojas y zapatos blancos rodean el retrato -bandera: el triunfo de la razón y de la voluntad, por fin unidad sin pesimismo ni optimismo, sino objetivadas en la historia. Son atletas de ojos rasgados, paso de pantera jóvenes que imitan el cartel de sus figuras, murales vivientes. Están hechos con fragmentos de rotos emiratos, de tribus descabalgadas, de reinos de ensueño. El retrato del primer astronauta pasa ante nosotros. Los atletas huelen como ya debieron oler en Olimpia. Poco más tarde, al anochecer, el desfile se deshace mediante gritos -órdenes- claros y distintos. La plaza vuelve a quedar enormemente vacía, solamente con olor a laurel y a sudor humano. ¿Dónde se ha metido tanta gente? En mi hotel se celebra un baile en el que tocan sin cesar la canción del verano en Uzbekistán: Alí Babá, Alí Babá -sucedía dos veranos antes de la caída del imperio-, y parte de los jóvenes atletas se había venido a bailar aquí. Me gustaría poder comunicarme- con ellos, pero es muy difícil. Nada me une a estos gimnastas asiáticos, cuyo corazón pertenece al islam, aunque su camiseta sea roja y lleve las señas de identidad del imperio. Pienso que, por su carácter interétnico, la forma de comunicarse entre, ellos es precisa y escasa. Alguien me dice que estoy equivocado, todos conocen la lengua del imperio, y, si hablan poco, es porque son atletas. Como los trapenses, los atletas parecen pertenecer a una orden silente; sin palabras hay menos sensaciones. La mente se concentra.Algunos de nosotros seguimos siendo prisioneros de un habla estrechamente lógica. Una cárcel para el relámpago de la emoción deportiva, o para la comunicación sentimental en el estruendo de la discoteca.George Steiner cuenta que presenció una conversación entre dos físicos que desconocían sus lenguas respectivas. Se entendían en la pizarra, con fórmulas. Y hasta se gastaban bromas y se reían. Los griegos entraban en combate gritando el ulalá; no están tan lejos del ohé, ohé, ohé de los socios de la Real. Los españoles del siglo XVII llamaban lililíes a las voces de ataque de los fieles de Mahoma. Valor y fe. Los gritos deportivos están henchidos de significado revientan en él. Sólo los profesores de instituto y los que nos quedábamos leyendo a Juan Ramón Jiménez en clase de gimnasia solemos calificarlos de pobreza lingüística.Pero en un poblado de aquel confín del imperio del que hablo tuve una sorpresa más elocuente. Justo al borde de la tierra desecada y enferma, donde no comprenden el idioma imperial, lejos de la capital de la plaza vacía, siguió a mi grupo de europeos un grupo de niños descalzos. Había una muralla derruida, la tierra era casi sal y un antiguo mar se había podrido. Nadie comprendía a nadie y ninguna palabra era dicha en aquel desierto de palabras. Uno de los niños consiguió enterarse de la tierra de la que veníamos y pronunció la única palabra -entre miles- que ambos podíamos comprender; sólo dijo, seguro y sonriente "¡Butragueño!".
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