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Tribuna
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Cansancio

Siempre pensamos que el cansancio era connatural a unos Juegos Olímpicos. Pero se trataba de ese cansancio animal, de los fondistas rotos al cruzar la meta, del levantador aplastado por su propio desafilo o del nadador exangüe flotando en su propio jugo. Cuando se ve el esfuerzo ajeno sacando el resuello en nuestra pantalla del televisor hay como un cortocircuito de la especie y nos sentimos solidarios en sus músculos de pago, avergonzados de nuestra tripa incontinente, como si ellos estuvieran ahí para demostrar el progreso de la especie y nosotros su decadencia. Pero hay otro cansancio que asoma antes de estos Juegos. Y es el cansancio ante esta crónica batalla de los sentimientos que nos bombardea desde los papeles. Es el cansancio por vivir en una comunidad donde las cosas nunca son las cosas, sino pretextos para cosas seguramente más sublimes. Es un hastío pertinaz ante clubes de fútbol que sólo lo son cuando pierden, pero que se convierten en división acorazada cuando ganan. O la perplejidad de tener que dudar entre las banderas que vamos a poner en el balcón cuando lo que nos gusta es el balcón desnudo sin más barandillas que las ganas de ver mundo ni más trapos colgados que nuestra propia colada. Es el despropósito de tener que reconocer quién de los dos paga la fiesta olímpica. cuando en realidad la pagamos cada uno de nosotros. Es la renuncia a bailar entre iguales a cambio de que nos reconozcan distintos. Es la fatiga suprema de la política real enloquecida por la política de los publicistas oficiales. Es la tristeza recurrente de. ver cómo se acude al terreno de los símbolos para ganar lo que no se quiso obtener en el terreno de la gestión. Ahora toca ver el cansancio vibrante de los atletas. Llegamos al sprint final con ganas de ser extranjeros descansados. Virginales, tal vez. Compradores de imágenes y sin nada que vender ni que vendernos.

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