Pobre de mí
A las doce de esta noche se habrán acabado las fiestas de San Fermín, pobre de mí. A las doce y un minuto todo habrá vuelto a la normalidad en Pamplona y tendrá de nuevo sentido lo que durante los nueve, días sanfermineros no tuvo sentido alguno, pobre de mí.
Aún no se habrán perdido en la noche los últimos compases del Pobre de mí, aún humearán los pabilos de las velicas que los pamploneses encienden para despedir las fiestas, y ya se estarán reencontrando con el plan de convergencia, el referéndum escamoteado, la fragata de propina, crisis en el sector (no importa cuál; casi todos), la oficina, los colegios de los chicos y todo lo demás, pobre de mí.
Benditas fiestas, de todos modos. Este país aguanta cuanto le echen y encima tiene ganas de reír, porque, una vez al año, sus, gentes dejan la faena, se lían la manta a la cabeza, sacan en procesión a los santos, cantan y bailan, prenden tracas, corren toros, se regalan el cuerpo con deleitosos guisos y dulces de ambrosía, y no ha de faltar quien coja una cogorza como un piano, y durante varias memorables horas (pueden ser varios memorables días) no se cambiaría ni por el emperador de la China.
Terminadas las fiestas, todo el mundo está como nuevo, la mente sana, el espíritu presto para afrontar la cruda realidad, lo mismo en Pamplona que en cualquier otra parte. Con la única diferencia de que, en Pamplona, la cruda realidad incluye faldas, pantalones, blusas y camisas, irreconocibles tras haber recibido durante la refriega sanferminera rociadas de tinto y pacharán, ajoarriero, magras con tomate, pimienticos verdes y coloraos, corderico, chistorrica y cuanto condumio sirvió para alegrar los corazones. Y, claro, hay que llevar esa ropa al tinte. O sea, otro gasto; pobre de mí.
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