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Tribuna
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Lágrimas

Rosa Montero

No sé si han advertido ustedes que, últimamente, todos los alcaldes del país parecen haberse puesto de acuerdo para echarse a llorar. Por ejemplo, lloró, y con toda razón, el alcalde de Fraga, horrorizado ante la brutalidad y la intransigencia de los que apalearon a los inmigrantes. Y lloró, algunos días después, el alcalde de Cuenca, cuando se enteró de que la autovía no iba a pasar por su ciudad y que se quedarían arrumbados, una vez más, en el final del mundo.Resulta curioso contemplar cómo empiezan a desbordarse las emociones por los ojos de estos caballeros tan crecidos; y descubrir que los hombres, e incluso los alcaldes, también lloran. Desde siempre me espantó que, según la tradición y las buenas costumbres, los varones tuvieran prohibido el lagrimeo. No sé por qué los hombres que se muestran incapaces de emocionarse públicamente han de ser considerados como más hombres: a mí, por el contrario, me parecen menos humanos y más maderos. Asimismo, harta estoy de contemplar las sonrisitas de suficiencia con que algunos varones desprecian los momentos emocionales de sus colegas de trabajo femeninas: son histerias de mujer, como suele decirse.

Por eso me interesan estos llantos municipales, que humanizan la política (son dos causas como para llorar, cada una en su estilo) y que parecen indicar que algo está cambiando, para bien,en el viejo concepto de lo que es ser un macho. Aunque quizá esté cometiendo un lamentable error al decir todo esto. Porque si algunos políticos descubren que lo de llorar en público cae bien y rebaña votos, imagínense el diluvio lagrimal que nos espera: Matanzo hipando como loco, Aznar con los bigotes chorreando y Guerra con una catarata en cada ojo. Demasiada humedad moral para mi gusto.

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