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El odio anda suelto

Hace algún tiempo escribí un artículo en lengua gallega con el título O sexo anda solto. Ahora percibo, con dolorosa claridad, que el odio -el odio a las personas- también anda suelto. Y a esta doble y negativa suelta podría añadir otras no menos inquietantes y no menos deletéreas. Estamos, pienso yo, en el tiempo de la positividad de lo negativo. En el tiempo del asesinato simbólico y, por supuesto, del asesinato real. Buscamos la anihilación de los demás y parece que nos complace en grado sumo el provocar catástrofes morales, derrumbes del prójimo. Somos los termitas de todo lo que pueda ser valioso, excepcional y digno de consideración y respeto. Con todo, la carcoma cumple su oficio en silencio y, cuando nos damos cuenta, aquel hermoso árbol se nos viene abajo sin que nada ni nadie lo hubiese advertido antes. En cambio, la roedura de la negatividad gratuita ahí está, vociferadora, irresponsable, excitando la atención del público hacia el espectáculo del monstruo que, en principio, ningún ser en sus cabales podía sospechar existiese. Vamos camino de convertirnos en denunciantes de feria.Quizá, o sin quizá, lo que más llama la atención en estos momentos sea el predominio innegable del odio personal. Todos los días estamos viendo cómo de determinadas palabras más o menos furiosas y de determinadas actitudes más o menos fanáticas se destila el veneno enardecedor y mortal del deseo de muerte. El odio intenta, siquiera sea por modo simbólico, la defunción del odiado. En el fondo, asistimos aquí al espectáculo de la puesta en marcha de lo que Freud denominó "pulsión de muerte". Pero esta pulsión, y su correlato el odio, produce, a la larga, una distorsión moral en quien la experimenta que concluye por esterilizar el ataque. Bismarck le dijo en cierta ocasión a sus ayudantes que se había pasado la noche anterior odiando. Y hoy poseemos el testimonio de Rauschning, según el cual, para Hitler, odiador universal, "el odio era como un vino". Necesitaba el gran asesino afirmarse matando hombres, esto es, convirtiendo en piezas de caza a criaturas humanas indefensas y acorraladas. Era su goce un goce en el que, a buen seguro, andaba envuelto algún determinante erótico nunca abiertamente confesado.

¿Y qué es lo que hay detrás de tales excesos funerarios? A buen seguro que una oscura, callada y oculta veta de admiración y, en consecuencia, de amor. El que odia y desea aniquilar, en el fondo, lo que está llevando a cabo es un acto de rendimiento cordial. Romeo se extrañaba de que su amor por Julieta surgiese del odio previo en los problemas de ambas familias. Y por eso hablaba del "odio amoroso" ("O loving hate!").

Quiero decir con esto que la inicial y primera víctima del odio es justo el que lo experimenta. Imaginemos por un momento que las ansias aniquiladoras van adelante y que, por consiguiente, el odiado acaba sucumbiendo. Bien. ¿Y después? Después no queda cosa alguna. Queda lo yermo, lo sin fruto, lo "of nothing first create". El amor-odio es un frenesí que en frenesí se queda, que no engendra descendencia. Ni siquiera memoria. Sabemos de algunos personajes que resultaron víctimas propiciatorias del más descarnado odio, sobre todo aquí en España, donde la supresión del prójimo y el encarnizamiento en tomo a la persona ' egregia es una querencia irreprimible. Y, a final de cuentas, nada ha quedado. Nuestra historia está llena de figuras destrozadas, irracionalmente destruidas porque sí. Lo que sobresale estorba. Lo eminente ofende, cansa, aburre. ¡Ya está bien!, parece decir el disconforme. Y esa especie de hartazgo de una presencia pública, o de un nombre famoso, es lo que provoca el rechazo, la vomitona negativista.

Con lo cual, y concluida la faena, el odiador se enfrenta a una nueva y para él inconcebible situación, a saber, la de la radical frustración. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque la vida no se detiene, y al apartamiento del individuo valioso inmediatamente le sucede otro. Con ello, la tarea del negador semeja no tener fin. ¿Qué ocurre entonces? Ocurre esto: que el odiador reconoce su impotencia, pero no su inclinación, su pasión odiadora. Mas como el elenco de lo odiable es infinito, he aquí que ahora, en este preciso instante, el alma del que niega sufre un vuelco y, aplastado por lo que él considera "la injusticia", lanza su espíritu al universo mundo y, quizá ya no con gozo y sí con dolor, se convierte en el desdeñoso universal. Todo, absolutamente todo, es despreciable. Nada hay que valga la pena. Y entonces el sujeto ya no odia. Simplemente niega. El odiador queda convertido en el negador. Desde su supuesta altura discriminadora -la que él se ha fabricado- vuelve la espalda a la vida, a la sencilla vida de cualquiera de nosotros, y, soberanamente enquistado, se aísla.

Nadie sabe bien en virtud de qué privilegio se encarama juzgadoramente sobre el resto de los mortales. Pero allí está él, autoritario, altivo, negador e incomunicado. Y lo único que pretende es aparecer, a favor del gesto displicente y del orgulloso encogimiento de hombros, como el incorruptible, el incomprendido y el inabordable. El odio lo ha convertido en estatua. Y en estatua se queda, es decir, en bulto exento, frío, opaco, estático. Abajo está la vida. Abajo está la existencia comunitaria con sus afanes, sus aciertos y sus equivocaciones. Abajo está lo criticable, la carnaza para el apetito depredador. Hay un afán devaluador que se nos aparece como algo fundido estrechamente con la entraña de la existencia. Es lo que Unamuno llamaba "la hermandad del odio y de la vida", esto es, "el amor hecho de odios". ¿Será preciso recordar el agrio comentario de Freud a la muerte de Alfred Adler que primero Schorske y luego Peter Gay resucitaron a partir de una, carta a Arnold Zweig aparecida en la canónica biografía de Freud escrita por Ernst Jones? Allá en Inglaterra, exiliado, fallece el psicólogo. Freud se entera y dice: "Para un chico judío de un suburbio vienés, una muerte en Aberdeen, Escocia, es una hazaña sin precedentes y una prueba de lo lejos que ha llegado. Sin duda, sus contemporáneos ya lo han recompensado lo suficiente por el servicio que prestó contradiciendo al psicoanálisis".

He aquí el odio disfrazado de piedad. De esa piedad que, como decía el cardenal de Retz, "conduce al desprecio y lleva inmediatamente después a la cólera" ("et qui raméne aussitôt aprés á la colére"). He aquí la conmiseración farisaica de todos los días. Hablamos ab irato y escondemos la furia odiadora bajo el manto de la misericordia. ¿Es ésta una de las raíces de nuestro crónico malhumor?

Pero eso ahora ya no nos interesa. Eso es historia pasada. De la que, sin embargo, pueden extraerse no pequeñas enseñanzas. El creador del psicoanálisis, clarividente e inexorable, admitía la efectividad del odio -sobre todo hacia los que disentían de su doctrina. "Había odiado a Adler", afirma Gay, "durante más de un cuarto de siglo, y Adler lo había odiado a él durante el mismo tiempo, y no menos explícitamente". En cambio, Arnold Zweig -un hermano de raza- no vacilaba en mostrar su congoja por la triste noticia. Esto es, no había entrado en el juego de negatividades que los dos psicoterapeutas sostuvieron tercamente.

¿Debemos pensar, en vista de esto, que nadie, ni siquiera los grandes espíritus, está libre de la lacra odiadora? No me atrevo a afirmarlo, pero de lo que no cabe duda es de su ubicua y demoledora influencia. La negatividad del odio anda hoy suelta y va minando el noble edificio de nuestra cultura.

Esperemos que no lo consiga.

, del Colegio Libre de Eméritos, es delegado del Gobierno en Galicia.

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