¿Déficit en el Inem?¿Qué déficit?
Una vez constatado el desfase respecto a las previsiones presupuestarias, el Gobierno pudo haber elegido otras fórmulas diferentes al recorte de las prestaciones: incremento de la recaudación fiscal o de las cotizaciones, e incluso admitir un mayor déficit público. Todas ellas son para el autor preferibles a la adoptada.
La pregunta que da título a este artículo no tiene una respuesta tan obvia como parece. El concepto de déficit no es unívoco. Existen, al menos, tres posibles significados del término.En un sentido monetario podríamos decir que dedicar recursos a la protección de los desempleados siempre es una decisión deficitaria -como la mayoría de gastos públicos, se trate de la sanidad o del Ejército- ya que implica destinar recursos a un, fin que no genera ningún tipo de ingresos en dinero. Además, tener que dedicar recursos a la protección de los desempleados es sin duda negativo en cuanto refleja la existencia de un problema: el desempleo. Pero, dada una tasa de desempleo, la decisión de gastar más o menos dinero en dicha finalidad es una decisión que depende de criterios éticos y de cómo se analiza el problema del paro.
Cuando se elaboraron los Presupuestos Generales del Estado de 1992 se preveía gastar un billón y 250.000 millones de pesetas en prestaciones por desempleo. La cifra es, sin duda, muy importante y, además, ha crecido respecto a los últimos años. Sin embargo, en España, actualmente cerca de la mitad de los parados registrados en las oficinas del Inem no cobra ningún tipo de prestación económica, y de los que sí cobran, casi la mitad recibe únicamente el subsidio asistencial equivalente al 75% del salario mínimo interprofesional, es decir, a 42.000 pesetas mensuales. Muchos de los que creemos que el desempleo es fundamentalmente un problema de insuficiente oferta de puestos de trabajo consideramos no sólo. justificado el gasto anterior sino que una sociedad solidaria habría de gastar una cifra superior a la anterior, que supone más o menos un 2% del PIB, para asegurar una vida digna al más del 15% de la población activa que permanece involuntariamente desempleada. La disminución -o, como mínimo, la congelación- de los recursos destinados al desempleo puede, sin embargo, defenderse de dos formas distintas. La primera, que sólo admite discusión, en el plano ético, desde la posición individualista de los que tienen trabajo y quieren contribuir lo mínimo (quizá sólo hasta el punto de que no se generen problemas de orden público) a financiar una actividad monetariamente deficitaria. Otro posible argumento es el de la existencia de fraude; ahora bien, castigar a todos los nuevos parados (que sin práctica excepción verán reducidas sus prestaciones) porque existan casos particulares de fraude sería como defender un fuerte incremento de la presión fiscal sobre las empresas con el único argumento -mucho más justificado en este caso- de que existe fraude generalizado.
Hay un segundo significado, más preciso, de déficit. El Inem es un organismo autónomo que tiene dos fuentes básicas de ingresos: las cotizaciones para desempleo de trabajadores y empresas y las aportaciones del Estado. En otras palabras, las cotizaciones por desempleo son ingresos públicos que se destinan íntegramente al Inem (como también las cotizaciones para formación profesional) mientras que otra parte de los gastos son cubiertos a cargo de los ingresos fiscales generales del Estado (que no son recaudados para una finalidad específica sino que se distribuyen según decisiones políticas que quedan reflejadas en los Presupuestos anuales del Estado). En este sentido, podríamos comparar los ingresos por cotizaciones sociales y los gastos del Inem y tendríamos un segundo concepto de déficit. Según los Presupuestos del Estado, la transferencia estatal prevista para 1992 en concepto de desempleo era aproximadamente de 500.000 millones de pesetas.
Si nos fijamos en esta cifra nos podemos preguntar si la juzgamos o no excesiva. La respuesta dependerá de dos cuestiones: la primera, del volumen de recursos (el déficit en el primer sentido) que creamos conveniente destinar a protección para los desempleados (¿un 2% del PIB?, ¿un 1%?, ¿un 5%), y la segunda, de la forma de financiación que creamos más conveniente. Aun que es discutible, podría defenderse, como han hecho muchas veces las asociaciones empresa riales, la reducción de las cotiza ciones sociales -que pueden verse como un impuesto sobre el empleo- y su sustitución, al me nos parcial, por impuestos gene rales. Si esto se diese, el sistema se volvería más deficitario, sin que ello supusiese necesariamente una evolución negativa. Por otro lado, si, por ejemplo, los subsidios asistenciales pasasen a depender de un organismo diferente del Inem y en vez de denominarse subsidio de desempleo se denominasen salario social, disminuiría drásticamente el déficit del Inem y el gasto legal en de sempleo (ello recuerda la necesidad de ser cauteloso en las comparaciones internacionales si no se tiene en cuenta todo el sistema de prestaciones sociales).
Hay, por último, un tercer significado de déficit, aún más concreto, y que es al que sobre todo se hace referencia estos días. Se trata del desajuste entre, por un lado, las previsiones de ingresos / gastos de los Presupuestos Generales del Estado de 1992 y, por el otro, la evolución efectiva de dichas partidas. El agujero del Inem de varios cientos de miles de millones de pesetas que, de no aplicar el reciente decreto de recorte de prestaciones, se preveía para 1992 corresponde simplemente a que la aportación estatal que efectivamente se está realizando es muy superior a la prevista. Lo único que ello indica es o bien que el Gobierno se equivocó totaImente hace pocos meses a causa sobre todo de una rotación de los trabajadores temporales, que ha resultado mucho mayor que la que el Gobierno esperaba, o bien que el Gobierno preveía el problema y en vez de plantearlo en el debate parlamentario sobre los Presupuestos del Estado dejó que el desequilibrio financiero se agudizase para justificar el recorte de prestaciones.
El déficit en el último sentido es, desde luego, negativo. Pero lo grave no es que haya aumentado el gasto por desempleo sino que haya aumentado de forma imprevista sin que pudiesen arbitrarse medidas para hacer frente a dicho aumento. El marco de discusión adecuado era, sin duda, el debate general sobre los Presupuestos del Estado estableciendo necesidades fiscales y prioridades de gasto. Dada la falta de previsión gubernamental, y a la espera del debate sobre los Presupuestos de 1993, la mayoría de opciones coyunturales hubiesen sido, en mi opinión, mejores que recortar las prestaciones por desempleo: sea aumentar la recaudación fiscal, las cotizaciones por desempleo o, más simplemente, aceptar que debido al gasto por desempleo no previsto el déficit público será algo mayor (¿un 0,6% del PIB?, ¿un 0,2?) que el que existiría sin aplicar el decreto. En cualquier caso, ninguna de las opciones es incompatible con las exigencias de la convergencia europea que establecen un déficit máximo del 3% del PIB para 1997 cuando el Gobierno se ha fijado un objetivo mucho más ambicioso, del 1% del PIB, para el mismo año.
Jordi Roca Jusmet es profesor del Departamento de Teoría Económica de la Universidad de Barcelona.
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