La partida

Aunque odio la fiesta nacional, a veces he jugado al póquer en una mesa cubierta con un capote de Antoñete en el estudio del pintor Pepe Díaz, en los altos del café Gijón. El pintor tiene un perro lobo llamado Gogol, un intelectual que puede de un bocado arrancarle un muslo a cualquiera. Para que esto no sucediera, durante la partida el perro permanecía encerrado detrás de un parapeto formado con lienzos de cerros color violeta y retratos de ministros. Cuando su amo perdía el resto en un embite, al principio el lobo daba un aullido lastimero y luego se revolvía en el corralillo. Advertí el peligro que corríamos los jugadores si la timba un día se calentaba. Según Pepe Díaz, para que el perro se calmara bastaba con poner una sonata de Bach. Con esa música antes se dormían los reyes, y a Gogol esta melodía lo relajaba, pero no siempre sucedía así. A veces la fiera, bajo los efectos de un violonchelo, arreaba dentelladas al retrato de algún político o destrozaba un paisaje. Tenía que pasar. La desgracia aconteció en la última partida. Sonaba un bellísimo fragmento de La traviata en el estudio del pintor, y el perro estaba excitado. Alrededor del capote de Antoñete, a la mesa de póquer se sentaban, entre otros, un cómico, un periodista, el rey de los electrodomésticos, un poeta y un almacenista de embutidos. Pepe Díaz, uno de esos grandes ibéricos que camina con las piernas abiertas para que le quepan los genitales, embidó con dos ases. El rey de los electrodomésticos quiso el embite. El amo del perro perdió el resto y en ese momento se oyó una terrible convulsión seguida de un aullido prolongado que no cesó hasta convertirse en una ráfaga de colmillos por el aire. Gogol derribó el parapeto de cuadros y con toda la furia se abatió sobre la timba. Se fue directamente contra el rey de los electrodomésticos, que había ganado la jugada. Los demás huimos llenos de terror. Y yo no sé si el lobo devoró al ganador o éste se salvó porque bajo las garras del animal prometió devolver el dinero dando alaridos.
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