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Menos cultura

Andrés Trapiello

Hace unos años, y poco antes de que muriese, el músico Andrés Segovia contestaba así a un periodista morboso que hurgó en la pregunta de la muerte: "Ni la temo", contestó Segovia, "ni la deseo. Me limito a esperarla". Con la fama, los premios, los reconocimientos habría que tener parecida actitud que ante la muerte. Ni temerlos ni desearlos. Incluso, si se mira bien, con los fracasos habría que conducirse de idéntica manera. Siempre terminan, con uno u otro disfraz, por visitar a todo el mundo.Los escritores, los artistas, la gente de la farándula no sabemos por qué razón son más sensibles que nadie a los éxitos y los fracasos. Seguramente porque viven de ellos; en otros casos, porque viven para ellos y, desde luego, porque casi siempre cargan con ellos a cuestas como una cruz de palo.

No es grave, pues, que los artistas, literatos y actores sean un poco vanidosos. No hacen mal a nadie. Si acaso, a ellos mismos. Incluso que alcancen premios y luchen por ellos. Lo que resulta un dislate es que esas modestas juergas se las pague el Estado.

En España, en los últimos 15 años, el Estado y las instituciones públicas le han cogido una gran afición a subvencionarlo todo: cine, teatro, libros, y también a darle premios a la población, de manera que cada 15 o 20 días convocan a la prensa, meten a una punta de críticos y jueces en hoteles de cuatro estrellas, y luego, un tipo muy circunspecto abre un sobre y lee con mucha solemnidad, conteniendo a duras penas la risa, mientras se guarda otro sobre con sus emolumentos en el bolsillo: "En consideración a su profunda y rigurosa aportación en el conocimiento sustancial e interdisciplinar, etcétera, el jurado ha decidido conceder este premio...". Y llueven los Cervantes, los de la Comunidad, del Príncipe, de la ciudad, de las letras, de Lope de Vega, goyas... Bien está. A los muy numerosos que por edad, saber o gobierno no les alcanzan estos -premios gordos, el Estado les contenta con la pedrea. Los mete en aviones o en vagones de primera y los manda a hacer patria a todo el mundo, lo mismo Nueva York o Francfort que la muy noble villa de Benavente, en Zamora. Estos viajes son importantes en la carrera de los artistas. Es cuando aprovechan para emborracharse, comer platos típicos y reírse a su vez de los 20 o 30 despistados y perplejos asistentes que acuden a unas mesas redondas y conferencias que suelen ser memorables.

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No hace mucho, un conocido novelista venía a asegurar que los premios nacionales eran "una gran perversión porque se los daban siempre a éstos y no a los otros, a mengano y a fulano y no a zutano, que tiene 10 novelas, es amigo mío y escribe mucho mejor". Es muy probable que él mismo obtenga, y muy merecidamente, uno de esos premios cualquier año de estos, pero si hablamos mal de los premios gordos institucionales, lo menos sería hablar igual de las pedreas. Los premios, las pedreas no son injustos porque recaigan en unos y no en otros. Lo son por naturaleza, sencillamente porque recaen.

A mí me parece que la perversión no es que el Estado reparta en España unos 2.000 o 3.000 premios al año y unas 15.000 o 20.000 pedreas, sino entretenerse en hacer una lista de 2.000 o 3.000 premios gordos y 15.000 o 20.000 pedreas alternativos a los que concede el Estado. Eso, más que perversión parece una locura. Y creérsela, y repasarla, y convencerse de que nuestra lista es mejor que la del Estado, porque pensamos que los del Estado son más tontos que uno y porque en el fondo, en sordina, nos gusta repetir la letra de aquel son montuno: "Quítate tú para ponerme yo"

Con el dinero público yo creo que nadie tiene que hacer listas, ni el Estado ni los novelistas ni los más listos de la clase. En las cuestiones del espíritu "nadie es menos que nadie". ¿Qué es eso de que con los tributos públicos alguien empiece a decir: "Tú, sí; tú, no; tú, ya veremos", para obras que al final sólo pueden ser juzgadas mediante el gusto? ¿Qué justificación moral tiene el Estado para decir: "Con el dinero de este señor voy a premiar a este otro"? El Estado está para hacer carreteras y hospitales al servicio de todos, no para decirle a la sociedad: "La novela de fulano la encuentro yo magnífica y, en cambio, en esta otra la adjetivación nos convence poco", que es lo que viene haciendo, a menos que se diga claramente desde ahora que a los políticos se les debe respetar, además de por políticos, como a críticos de literatura o de teatro o de cine, en cuyo caso yo no sigo hablando.

Es difícil saber como se ha llegado a este estado de cosas, como también es problemático dilucidar quién ha tenido el santo cuajo de decidir, por ejemplo, que el cine es más importante que la filosofía o la música de cámara, o que el teatro es más necesario que la poesía. Se ha dicho que el cine español o el teatro español se morirían si no se les subvencionase con unos miles de millones cada año. Que se mueran. Adémás, eso no puede ser verdad, porque ni la filosofía ni la poesía se han muerto, y si el teatro español y el cine español desaparecen, no habrá sido por pobres, sino por malos, y en ese caso, bien muertos quedarán. Juan Ramón Jiménez, un español culto de veras, lo escribió en aforismo de prodigiosa claridad: "Menos cultura, más cultivo", lo que, traducido al lenguaje poético, quedaría: despotismo ilustrado o democracia. Las dos cosas al tiempo son incompatibles. Ni siquiera como tártago puede creerse que el proteccionismo en arte y literatura sean garantía de nada.

El Estado podría suprimir su intervencionismo en este mundo nuestro de las variedades y el espectáculo más o menos fino. Pero no lo hace. Quizás precise nuestro Estado moderno de los artistas como el cristianismo necesita de los pobres o el circo de su forzudo y su mujer barbuda. Quién sabe. Con todo, la peor parte se la llevan, contra lo que se piensa, los escritores, los artistas, la gente de la farándula. Podrían renunciar a su premio gordo, incluso a su pedrea,, pero el pernicioso sistema del "tú, sí; tú, no; tú, ya veremos" ha hecho que muchos desarrollen una formidable esquizofrenia: la del "llámame perro y échame pan", la del "a nadie le amarga un dulce". Es la peor. En esa esquizofrenia, unos días no sabes si eres un cínico, es decir, un perro viejo, y otros, en cambio, preferirías, francamente, que el Estado dejara de ponerte delante el mendrugo, el caramelo. De esa manera se ahorraría uno el trago de decir esos sí que deberían ser no y esos no que deberían ser sí. Y no pasaría nada grave. Al contrario. Veríamos que habían dejado de llamarles perros a los artistas, escritores y gentes de la farándula, y que tampoco se morirían de hambre. Sin contar con que todos estaríamos mucho más tranquilos, sin listas, sin sobresaltos baratos, sin deshojar la tonta margarita de la fortuna. Ni temerla. Ni desearla.

Andrés Trapiello es escritor, crítico literario y editor.

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