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De vetos y censuras

El señor secretario de Estado para la Cultura de Portugal ha decidido vetar la candidatura al Premio Europa, que otorga la CE, a la última novela de José Saramago, El evangelio según Jesucristo, con el argumento de que la obra divide a los portugueses. El señor secretario de Estado se refiere con ello al indudable racionalismo que impregna la narración, una visión libre de la vida y muerte de Jesús. El señor secretario de Estado demuestra así, al rechazar el apoyo a la candidatura de quien es el más grande de los actuales novelistas portugueses, que posee una concepción sacral y no laica de la política; es decir, al margen de sus formales proclamaciones de demócrata convicto sin las cuales no ocuparía hoy el puesto que ocupa, no cree de verdad (o sólo cree a medias) en la libertad de expresión: si creyera a fondo no habría adoptado tal decisión.No me vale él argumento de la división de los portugueses: por muy católico que sea Portugal es, antes que eso, constitucionalmente una sociedad laica y pluralista, donde todos tienen derecho a opinar libremente sobre todo, incluida la religión católica y el cristianismo. Todos, y en especial las minorías, dando por sentado que las minorías sean las no creyentes en Portugal. Se objetará que en modo alguno se ha tratado de ejercer la censura, sino de no apoyar una novela para un premio. Dejemos a un lado las ingenuidades: se hace lo que se puede en cada momento, y hoy el horno no está, al menos todavía, para tales bollos censores. Andando el tiempo, ya se verá.

Lo más grave del asunto es lo que tiene de síntoma. El neoliberalismo campante -un Gobierno así es el que hay en Portugal, según tengo entendido- muestra cada vez más su auténtico rostro conservador duro con actitudes de este signo. Los Estados Unidos, con sus fotógrafos prohibidos (hablo de Robert Mapplethorpe) y sus calificaciones censorias de las películas, al modo de los años cuarenta y cincuenta de aquí (¿las recordáis?: mayores con reparos, peligrosa, gravemente peligrosa), resultan verdaderamente ejemplares al respecto. Su liderazgo moral (que también se ejerce a través de las cámaras de gas, las sillas eléctricas y las inyecciones letales) está difundiéndose, al parecer, con suma celeridad. Recuérdese, hablando de literatura, la que se organizó primero allí, y luego en Europa con la versión cinematográfica que hizo Martin Scorsese de una novela de Nikos Katzanzakis. Menos sin duda que con el caso Rushdie, pura Edad Media, aunque L'Osservatore Romano calificó de blasfemos los Versos satánicos, curiosa manera de abrazarse con el infiel que habría dejado estupefacto a aquel Guerrero del Antifaz con quien tantos carrozas luchamos solidariamente.

La limitada circulación de la literatura le evitará seguramente en España esos riesgos a la novela de Saramago. Pero el peligro del retorno de los viejos fantasmas (o su permanencia, más o menos enmascarada) existe, y basta ver en este mismo país nuestro las cautelas con que se abordan determinadas cuestiones. A la hora de la verdad -esto es, de decir toda la verdad- las tintas se suavizan considerablemente. (Los asuntos de alcoba son irrelevantes al respecto.) Determinados poderes siguen siendo fácticos, por emplear aquel prudentísimo adjetivo que no evitó la intentona militar de 1981. Fácticos o sagrados, porque de hecho se les considera como tales. Pero a tales efectos lo sagrado no existe, porque en esos usos la palabra está recubriendo casi siempre otras nociones: lo eclesial, lo militar, el complejo financiero, etcétera. Se trataría, en todo caso, de lo sacral, no de lo sagrado, que es una experiencia radical y singularísima.

Podrá objetárseme, con todo, que la libertad de expresión no es algo absoluto. Naturalmente que no lo es (entre otras razones porque se apoya en una infraestructura productiva e industrial), pero tender hacia ese rango absoluto resulta obligado para cuantos creen un poco todavía en la existencia de ciertas nociones morales inmanentes. Por supuesto que si fuera absoluta la libertad de expresión, la monstruosa mentira informativa de la guerra del Golfo no se habría producido. Alguien ha dicho, con razón, que el periodismo sufrió un embate sin precedentes con la manipulación de las noticias del conflicto que entonces se produjo. Tanto, que a estas alturas todavía no sabemos realmente qué ocurrió allí, aunque del risible desfile neoyorquino de la victoria de hace un año, poco más o menos, sí lo sabemos todo.

Larra escribió en cierta ocasión que creía en Ia censura del buen gusto. Juicio de buen ilustrado, que no conviene extender más allá de ciertos límites. El buen gusto en modo alguno puede traspasar el ámbito de lo subjetivo y convertirse en institucional. Es preferible siempre la exhibición impresa, plástica o filmada, del mal gusto al cercenamiento de las ideas, buenas o malas, refinadas o primarias. Claro que lo ideal es el imperio del buen gusto, pero no a condición de sacrificar lo que no debe ser sacrificado. La literatura pornográfica, por ejemplo, es lamentable como reflejo de una sociedad llena de tabúes y constricciones, no en cuanto producto que se difunde porque hay un mercado. Lo grave es que se convierta en coartada y dé la ilusión de la libertad.

Las limitaciones a la libertad de expresión son de origen plural. Ni siquiera la actual vida literaria se libra de ellas. Durante bastantes años de democracia (11 para ser exactos), los españoles hemos leído unas sedicentes Poesías completas de Antonio Machado que no lo eran, porque a alguien con poder editorial se le ocurrió que los versos de Machado sobre la guerra civil y contra Franco no tenían por qué divulgarse. Son conocidas las presiones que existen hoy para que no se difundan las memorias de uno de los más grandes poetas españoles del medio siglo que comprometerían, al parecer, el prestigio social de algunas personas. Ese mismo poeta no dudó en auto censurarse y publicar mutilado en vida su diario. Las hermosas memorias de Pablo Neruda se siguen hoy transmitiendo en un texto que, según bastantes indicios, no se ajusta al que dejó el autor. Los herederos de Hemingway han preparado ediciones expurgadas de algunas obras póstumas del gran novelista. Intensos epistolarios de poetas españoles de primera fila duermen desde hace años el sueño de los justos...

En última instancia, la libertad de expresión se define por el grado de libertad real que posee la sociedad donde se ejerce. Aunque la afirmación tiene algo de obvia, conviene sacarla a colación de vez en cuando. Tampoco en este aspecto vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero cabe al menos imaginar otros. Al menos eso.

M. García-Posada es crítico literario.

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