¿Qué Europa queremos?
El primer acto del debate sobre el tratado de Maastricht permitió a los tenores de la política francesa y a cierto número de personalidades expresar su opinión. En su conjunto, el nivel fue bueno. Las ideas abordadas pueden agruparse en torno a tres grandes temas: la soberanía, la economía y la democracia.Desde el comienzo de la guerra fría se oponen en Francia los partidarios de una Europa federal, inspirada en el modelo americano, y los partidarios de una Europa de los Estados, que garantizaría la autonomía de la nación francesa. Los primeros son al mismo tiempo atlantistas, es decir, partidarios de una asociación muy estructurada con los Estados Unidos, especialmente en el ámbito de la defensa. Los segundos se inclinarían por una Europa europea, aliada de América, pero independiente.
La fractura, que divide tanto a la derecha como a la izquierda, parecía en trance de cicatrización. Con motivo de la reunión de Maastricht se ha vuelto a abrir bruscamente. Los euroatlantistas ven en la continuación acelerada del proceso comunitario la única respuesta posible al hundimiento del imperio soviético. Los nacionalistas temen que la Unión Europea prevista por el Tratado provoque subrepticiamente la alienación de la soberanía del pueblo francés y la triple sumisión a la Comisión de Bruselas, a una Alemania en vías de convertirse en la primera potencia del continente y a una América que ha llegado a ser la única superpotencia del planeta.
El examen de la realidad muestra, sin embargo, que ha pasado ya el momento de escoger entre una Europa federal y una Europa de los Estados. Los Estados-nación siguen siendo las unidades fundamentales del sistema internacional, tanto de hecho como de derecho, pero el desarrollo considerable de toda suerte de interdependencias, así como la emergencia progresiva de instituciones (económicas y político-estratégicas) para administrar los intereses colectivos han transformado profundamente la fisiología y la patología de las relaciones internacionales. La interdependencia fuertemente organizada es la única vía posible para evitar que Europa se vea asolada de nuevo por los cataclismos que provocaron dos guerras mundiales.
Los conceptos de Estado-nación y de pueblo soberano emergieron progresivamente durante los siglos XVII y XVIII. El sistema monárquico europeo, que surgió de la visión medieval de la soberanía, naufragó con ella. Es posible que estemos viviendo hoy día una transformación de la idea de soberanía tan importante como durante el Siglo de las Luces.
En el mundo entero, y en particular en la antigua URSS, se considera a la Comunidad Europea como la construcción política más original y prometedora de la posguerra. No por ello deja de ser menos cierto que padece algunos disfuncionamientos: quizás su burocracia, y con toda seguridad su déficit democrático. Se caracteriza por una falta de determinación en su finalidad que ha permitido, hasta ahora, su desarrollo pragmático, pero que después de las bruscas transformaciones de los últimos años, corre el riesgo de que se retorne contra ella.
La interdependencia se ha vuelto más tangible en el terreno económico. A ello debemos nuestra prosperidad. En los medios financieros, la unión monetaria aparece como una consecuencia necesaria de esta interdependencia. Quiérase o no, ningún Gobierno podrá devaluar hoy día el franco sin provocar una formidable crisis de confianza en detrimento de la nación entera. ¿Significa eso, obligatoriamente, que la creación de la moneda única, prevista en Maastricht, sea ineluctable antes del fin de siglo?
Ciertamente no. Por dos razones. En primer lugar, como lo ha demostrado en especial Edouard Balladur, el propio tratado no implica tal automatismo, aunque se haya podido decir lo contrario. En segundo lugar, y sobre todo, los hechos decidirán. Si Alemania, por ejemplo, sucumbe a la inflación -lo cual no debe en absoluto excluirse si se rompiera el consenso social sobre la reunificación-, tienen pocas posibilidades de que se cumplan las condiciones de transición a la tercera etapa. Si se cumplen, de algún modo las cosas se realizarán de forma natural.
La cuestión más delicada es la de la democracia. Los franceses no se encuentran díspuestos a aceptar que un 80% de sus leyes (una cifra, al parecer, mencionada por Jacques Delors) se elaboren de facto en Bruselas. Ya se multiplican los síntomas de rechazo contra la comisión.
Contrariamente a ciertas interpretaciones, no se corre ningún riesgo de que la "política extranjera y de seguridad común" -la famosa PESC-, definida en el tratado, ponga en peligro la soberanía nacional, ya que todas las grandes decisiones deberán ser tomadas por unanimidad. En este caso, más debe temerse la impotencia.
Pero es evidente que, en el estado actual de la situación, deben tomarse precauciones en sectores tan sensibles como el derecho de voto, las condiciones de elegibilidad o los visados. La mayoría de los hombres políticos parecen estar de acuerdo sobre este punto. El verdadero problema planteado es el del ejercicio de la democracia en un sistema político que rebasa cada vez más el marco del Estado-nación. Hasta ahora permanece sin solución.
Una de las virtudes del debate de Maastricht será quizás el de rehabilitar, en Francia, el papel del Parlamento. Para la democracia francesa, así como para la Comunidad, es esencial que el debate sobre el porvenir de Europa se profundice y prosiga más allá de Maastricht.
En términos inmediatos, una ratificación apresurada del tratado podría reducirse a una victoria pírrica para los europeos más fervientes. ¿Quién no comprende hoy que los pueblos ya no siguen el ritmo de un proceso que se percibe como siendo cada vez más tecnocrático y por lo tanto cada vez menos democrático?
Los tratados no valen más que por la aplicación que de ellos se hace. El mayor riesgo, hoy, es el rechazo, no del texto, sino del proceso mismo. Sólo una mayor práctica democrática permitirá conservar y perfeccionar el edificio.
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