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La visita de Jan K.

A través de los ojos extranjeros de un estudioso extranjero, el autor denuncia en este artículo a modo de relato la suciedad, la especulación y el disparatado nivel de los precios de la vivienda que se sufre en la ciudad de Madrid.

Jan K., un joven holandés, graduado en Filología Hispánica por la Universidad de Utrecht, y apasionado por la literatura castellana del Siglo de Oro, se las prometía muy felices mientras su avión se disponía a aterrizar en Barajas. Había adelantado sus vacaciones para visitar España con motivo de la Exposición Universal y los Juegos Olímpicos, pero antes quería pasar unos días en Madrid, y comprobar personalmente las maravillas de la Capital Europea de la Cultura.Contaba como arifitriona y guía con Chelo, una amiga de Madrid a la que había conocido en Arnsterdam, y que, con la proverbial generosidad española, le había ofrecido su buhardilla porsiaca. Un taxi le condujo desde el aeropuerto hasta una calleja del centro, donde residía su amiga, por el módico precio de 6.200 pesetas.

En el que habría de ser el primer chasco de su accidentada visita, Jan descubrió que el edificio en que vivía Chelo había sido declarado en ruinas. Para colmo, en el momentoen que el taxi le dejó a la puerta, la Policía Municipal cargaba contra un grupito de vecinos, todos ellos de avanzada edad, que se resistían a abandonar sus viviendas.

Jan pensó que su actitud era irracional, dado que la fachada del edificio lucía grandes carteles anunciando que había sido adquirido por Guznián y Jazmín, que iban a remodelarlo para convertirlo en lofts de alta categoría; y, según él pensó, y como era de pura lógica, algunos de esos apartamentos, aunque no fuesen los más lujosos y no tuviesen jacuzzi, estarían reservados a los anteriores inquilinos.

La contundencia de la actuación de la Policía Municipal le sacó de sus reflexiones. Al frentede la misma, como le informó un vecino, "madrileño de toda la vida", se encontraba nada más y nada menos que el famoso Matanzo, que iba a meter en vereda a todos esos okupas y "a librarnos de moros y negros".

Maletas en ristre, Jan abandonó la zona y encaminé sus pasos hacia un barrio cercano que, según sus referencias, estaba lleno de hostales y pensiones. Un recorrido rápido le llevó a la conclusión de que, aparte de sucios y malolientes, su precio equivalía al de un hotel de tres estrellas de AMsterdam o Londres, por lo que, decidido a no pagar la novatada, se instaló en una pensión de Espoz y Mina; donde, por sólo 7.800 pesetas noche, tenía derecho a una habitación algo pequeña y oscura, eso sí, pero donde el ambiente y los huéspedes le recordaban a su adorado Siglo de Oro, incluyendo una prostituta, apodada Emperatriz de Lavapiés, que se jactaba de haber sido el personaje inspirador de la letra del inmortal chotis de Agustín Lara, y no tenía el menor inconveniente en practicar su oficio en las mismas escaleras del edificio para ahorrarles a sus clientes el pago de la cama.

Aspecto patibulario

Confortado por una buena ducha, que tuvo que pagar aparte, dado que "el agua caliente no está incluida", nuestro amigo holandés se echó de inmediato a la calle, dispuesto a disfrutar de la bulliciosa vida madrileña.

A la caída de la tarde se adentró en la zona histórico-monumental, el pomposamente llamado Madrid de los Austrias. Sorprendido, lo encontró tal como debía haber sido en tiempos de Lope y Quevedo. Jan llegó incluso a pensar que las imágenes que veía no podían ser sino el resultado de una "puesta en escena" por parte de las autoridades, de un gran espectáculo parte de las celebraciones de la capitalidad de la cultura. Si no, ¿cómo explicar la multitud de mendigos, lisiados, costras y tipos de aspecto patibulario que había por todas partes? ¿A qué atribuir el gigantesco decorado que vio en una de las zonas de mayor tradición y encanto, y que reproducía con toda fidelidad un edificio derruido, una especie de corrala, por el que pupulaban pícaros, ladrones, vendedores de todo y nada, alcahuetes y demás ralea, y en el que, para aumentar el grado de realismo, no faltaban las basuras acumuladas e incluso las ratas?

Hasta tal extremo de minuciosidad había llegado el responsable de aquella reconstrucción del Siglo de Oro que el grito de "¡agua va!", con el que los madrileños de antaño anunciaban que se disponían a vaciar por ventanas y balcones el contenido de orinales, se veía evocado por incontables meadas que jalonaban calles y plazuelas.

Lo único que distanciaba a Jan de esa espléndida recreación del pasado eran los numerosos coches que, aparcados sobre aceras, jardincillos y zonas peatonales, se empeñaban en ocultar la laboriosa tarea de ambientación y casting realizada por las autoridades. "En fin, ¡nadie es perfecto!", reflexionó, disponiéndose a salir de aquel decorado y comprobar los portentos que debían haber hecho los responsables de la conservación del Madrid antiguo.

Comprobó, no obstante, que lo que había creído disfraz y fingimiento no era sino la dura realidad. Los edificios no estaban maquillados de viejos, sino que se caían a pedazos, la mugre era auténtica y las cagadas de perro también, como comprobó muy a su pesar cuando pisó una. Los pedigüeños, busconas y arrebatacapas no eran actores disfrazados, sino muy de carne y hueso, como pudo constatar cuando, al doblar una esquina, un adolescente que esgrimía una albaceteña de gran tamaño le convenció para que le entregase la cartera. Menos mal que, en una comisaría cercana, la policía le tranquilizó diciéndole que, después de todo, había tenido suerte de no salir peor parado, y tomó nota de su denuncia, que archivó seguidamente con las otras 456 de robos con intimidación y tirones presentadas ese mismo día.

Cabizbajo, Jan se sentó en un banco de la plaza de la Paja, no sin antes colocar debajo un periódico para no quedarse pegado en la mugre. Estaba reflexionando sobre la poca diferencia que hay "de lo pintado a lo vivo", cuando se sentó a su lado un tipo bien vestido y de aspecto aducado, que dijo llamarse Miguel Alfonso Gutiérrez Clónico, trabajar como asesor de un ministro y vivir en un palacio rehabilitado cercano, el palacio de Manglona.

Según Gutiérrez Clónico, y a pesar de lo que le contó Jan, la zona no era tan mala. "Las demás son peores, o si no, date una vuelta por la Gran Vía". El único inconveniente es que resultaba un poco cara. A preguntas de Jan, le dijo el precio por metro cuadrado de una vivienda, y éste constató que duplicaba el de Nueva York y estaba a la altura del de Tokio, por lo que sabía la ciudad más cara del mundo.

"Bien", siguió Gutiérrez Clónico cuando vio la perplejidad de Jan. "Nosotros por lo menos tenemos una ventaja: el Ayuntamiento nos regaló hace tiempo un jardín público".

"¿Córno?", preguntó el bueno de Jan, atónito.

"Pues, sí. Convencimos a un coleguilla concejal de que era mejor que lo cerrasen y lo uniesen al palacio, que si no se iba a llenar de drogadictos, camellos y demás. Para algo habría de servirnos haberles votado en su momento, ¿no?".

Jan se acostó aquella noche en su cuchitril y, a pesar de los ruidos de sirenas de la. policía, conversaciones a voz en grito procedentes de una terraza cercana entre las que destacaba la voz de una mujer a la que llamaban unas veces Isa y otras Isabel o Serrallonga, golpes, portazos, etcétera, logró conciliar el sueño. En su duermevela estuvo dudando si lo que había visto y vivido era cierto o lo estaba soñando.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y tomó el primer tren para Sevilla.

Andrés Linares es director de cine.

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