Juan Benet
No se puede ser brillante, maravilloso, cada instante del día, con o sin una copa en la mano. A veces uno necesita descansar. Pero si te encuentras a Juan Benet en un bar o en un viaje, enseguida se establece de forma espontánea una competición: se trata de demostrar quién es más cáustico, más lúcido, y no basta para eso con saber cosas del neolítico o emitir juicios precisos acerca de Saint-Simon, de Conrado del románico; también hay que seleccionar a los enemigos, ser original en el desprecio y usar el humor adecuado a las circunstancias, irónico o brutal. Uno mira el reloj y pide tiempo, como en el baloncesto. Cualquiera en esos momentos de descanso puede bajar la guardia y permitirse el lujo de decir algo anodino e incluso de manifestar un sentimiento de ternura, si bien esto tiene que ser en mesa aparte. Ningún escritor, siendo tan afable, ha hecho nunca tantos esfuerzos para parecer malvado sin conseguirlo ni ha sacado tanto partido del cinismo habiéndose nutrido con tanto vigor de la ética. Ésa es la contradicción de Benet: por fuera, su diseño británico con un toque de señorito perdulario le obliga siempre a estar a la altura de su desdén; éste consiste en sostener con la máxima elegancia el whisky mientras la lengua se va transformando en un hacha, aunque por dentro es un moralista con un fondo muy barojiano al que sólo le falta más grasa para ser un castizo. Si escribes con claridad, corres el riesgo de tener lectores; en cambio, expresarse con hermetismo genera exégetas y discípulos. Juan Benet, que sólo en apariencia desprecia la fama, adora el éxito, que estriba en ser oscuro y por eso mismo admirado sin ser leído. Sus libros obligan a escalar arduamente una pared norte hacia una explanada donde hay una verbena popular a la que se puede subir por detrás en coche. Si Juan Benet tiene prisa y escribe sin piolet ni equipo de alpinista, entonces su literatura alcanza una fuerza y precisión extraordinaria, pero esto le parece demasiado fácil y, por consiguiente, carece de importancia.
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