El primer vuelo en globo sobre Madrid, recreado por 16 aeronautas
Un día de agosto de hace dos siglos, un italiano, Vicente Lunardi, se elevó sobre los tejados del palacio real metido en una cesta y suspendido de una enorme bolsa de lona hinchada, para pasmo de su majestad Carlos IV y de sus súbditos. Con este prodigio, nunca visto en tierras españolas, se recaudaron fondos para construir dos hospitales en Madrid. Ayer, 16 aeronautas españoles reprodujeron la imagen que 200 años antes los artistas plasmaron para la historia.
El piloto Javier Tamo tocó una corneta dorada, soltó la última cuerda y su globo verde y amarillo, con las letras de una marca de whisky, se elevó el primero sobre el patio de la Armería. Debajo, las grandes farolas quedaban ocultas por otras cúpulas de colorines que crecían lentamente. Luego, otro le siguió, uno más, y así hasta 16, que pronto quedaron suspendidos sobre los tejados de la ciudad. Madrid no se enteró casi. Despertaba de la resaca de la fiesta de San Isidro. El reloj marcaba las ocho de la mañana.
Una brisa suave que venía del Este les llevó hacia la Casa de Campo. Los participantes en el vuelo de Lunardi, 16 entre un centenar de globos que hay en España, se movían en silencio, a un par de centenares de metros sobre el suelo. De cuando en cuando, los quemadores de propano rugían y la tela hinchada dejaba los árboles abajo. "Volar en globo es viajar dentro del viento", comentaba uno de los aeronautas, presidente de la Asociación Española de Pilotos, Juan Cobos.
Una cesta, un par de bombonas de gas, un altímetro, una radio y pericia sirven, para cumplir el sueño de Julio Verne. Aunque hay servidumbres: no se puede ir donde uno quiera; el viento manda. Y con la canícula, los aeronautas deben pegarse unos soberanos madrugones. El calor hace el globo ingobernable.
Seis kilómetros por hora
Con el sol atrás, los aparatos subían y bajaban y los vecinos de los pisos más altos del Oeste, junto a la carretera de Extremadura, se despertaban y veían un globo deslizándose a su lado a seis kilómetros por hora. "jQue te la vas a pegar!", chillaron dos chicas desde una ventana. Javier Tamo les sonrió y envió un saludo. Lleva volando 10 de sus 36 años y no hace otra cosa.
Desde la pequeña barquilla los coches se ven pero no se oyen, se pueden tocar las copas de los pinos de la Casa de Campo, se atisban las piscinas de los ricos de Somosaguas o los conejos que huyen, asustados, en un campo militar. Allí, cerca de Boadilla del Monte, las lonas volvieron a plegarse, una hora después de la partida.
Hoy, a la misma hora, los colores volverán en silencio al cielo de Madrid como hace 200 años.
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