El arte de ser Marlene
La inmortalidad de Marlene resplandece en una época en que el erotismo se mide por las señoritas agrupadas bajo el nombre de Mama-Chicho o Cacao-Maravillao, por citar un ejemplo de petardez aplaudida. No es que el invento merezca mejores hallazgos lingüísticos. Jamás podrá tenerlos. A Marlene la cantó Jean Cocteau. A este tipo de erotismo sólo puede escribirle versos el Dúo Sacapuntas. Añadan las incontables damas y caballeritos que pueblan la pequeña pantalla: bellezas de plástico, galanuras de papel couché, cromos eternamente repetidos, como los asuntos que nos proponen. La predilección por la horterada culmina en su propia asiduidad., La televisión, que explota lo asiduo, es la salita de estar del cine y el bidé del erotismo de la imagen. Cuando Marlene imponía su divinidad, el cine era un universo distante, sus figuras permanecían alejadas, sus artilugios desconocidos. Era posible la existencia de los magos y se exigía la creencia en los brujos. Desde la ortodoxia, decíamos que aquel cine era un fenómeno alienador. No sé qué diríamos de lo que ha venido después.¿Cómo explicar a las generaciones de la televisión que Marlene era la imagen, sin que la confundan con las estupideces del vídeo doméstico? ¿Cómo hablar, -hoy -de una cultura de la imagen sin hacer antes un balance de ultrajes y aberraciones? Marlene era la imagen, pero al parecer también lo es Carlos Mata. La horterez se amplía con proposiciones que ya me resultan incomprensibles. Se enaltece lo insulso y, por otro lado, se convierte la fealdad en religión. De acuerdo: que lo mediocre siempre gané batallas; pero la fealdad, cuando menos, quedaba arrinconada en las criptas de los monstruos. Hoy, Quasimodo ha venido a vivir entre nosotros, Nunca se ha visto gente tan fea, vulgar e impersonal como la que puebla los engendros sur. americanos llamados culebrones, sin respeto para los honestos ofidios.
Para hablar con propiedad del mundo de Marlene, nos hallamos ante un equívoco. Deberíamos referimos al melodrama, y, una vez más, comprobamos el proceso de envilecimiento a que el género se ha visto sometido. Hollywood nos mandaba disparates; Suramérica nos envía basura. Aquí no valen paliativos. Con el disparate se puede jugar, hacerse el ingenioso, quedar brillante pour samuser. Con la basura avergüenza pactar siquiera. Nos hallamos en el epicentro de la mierda.
Marlene dijo frases y vivió situaciones que permitían evocar todo un mundo camp, procedente de la gran tradición inglesa del teatro de texto, desde Sheridan a Noel Coward, pasando por el cinismo de los libretos de Cole Porter. El admirado Haro TecgIen sabrá de esto mucho más que yo, pero es evidente que, en el folletín televisivo, el diálogo ha sido sustituido por el tartamudeo, el monosílabo y la repetición cuando no el berrido. Incluso esa indómita defensora de los derechos de la mediocridad llamada doña Adelaida no transmite diálogos a su público: recita la guía telefónica.
Con las frases de Marlene se podía jugar porque son juego verbal puro. Tenía ingenio. Cuando en plena revolución china un pérfido revolucionario le preguntaba por qué atravesaba el país en semejantes circunstancias, ella contestó que iba a comprarse un sombrerito. Pero antes dejó pasmado a su antiguo amante al explicarle su nombre de guerra: "He necesitado muchos hombres en mi vida para llamarme Shangai Lili". Cuando se hizo espía, recibió de Von Sternberg uno de los planos más deslumbrantes del séptimo arte: a punto de ser fusilada, pide un último segundo que aprovecha para pintarse los labios, utilizando como espejo el filo de la espada de un joven oficial. El mancebo llora de pena. Ella remata la hazaña limpiándole las lágrimas con un pañuelo coquetón. El melodrama avanza directamente hacia la extravagancia absoluta y ésta no vacila en recurrir al onanismo cuando Von Sternberg regala a Marlene un número musical destinado a convertirse en deleite de fetichistas: con sus míticas piernas al aire, peluca afro y un maillot de lentejuelas, ella emerge del interior de un orangután y arroja su vudú a las plateas del mundo.
Le gustaba salirse de la norma. Fue la cabaretera Jolly Ann, una de esas damas de la aventura que, no se sabe por qué razón, van a purgar aspectos oscuros de su pasado en lugares inesperados. Así, se fue a Marruecos a alternar con la Legión Extranjera. Ofreció sus manzanas al respetable (What am I bit for my apples?), se vistió por primera vez de hombre -uno de sus desafios preferidos en la pantalla y fuera de ella- y sentó las bases de una cierta ambigüedad sexual besando a una espectadora en los labios. No contenta con esclavizar a Adolphe Menjou, se dejó esclavizar por Gary Cooper en el momento de su máxima arrogancia. Pero en el juego de las potencias eróticas acabó ganando Coop y, en un final inolvidable, la tentadora claudicó ante el amor, se quitó los zapatos y le siguió a través del desierto, como una cantinera más. ¿Para qué engañarnos? Todos hemos interpretado esta escena en alguna ocasión.
Estoy evocando el universo mítico de Marlene a partir de su llegada a Hollywood, después de Lola-Lola. Toques de melodrama mundano. Mujeres improbables en lugares imposibles: aventureras sospechosas, tentadoras de hotel de lujo, espías de grandes transatlánticos, adúlteras de puente aéreo París Londres, sirenas de Balmain, Dior y Travis Banton. Medio siglo después de sus grandes éxitos cinematográficos, Marlene se erige como una quimera hecha para coleccionistas de artificios supremos. Es leyenda que empezó como atracción popular y acabó en culta y refinada mientras su creador, Von Sternberg, saciaba en ella las más pintorescas obsesiones. Nunca sabremos hasta qué punto ella fue una Galatea sometida al antojo de su Pigmalión. Pero hay una Marlene que camina sola, y camina muy bien. No se ha hablado lo suficiente de su gran interpretación en Ángel (triángulo clásico, con caviar, champagne y elipsis magistrales de la marca Lubitsch). Demostró que podía ser una excelente comédienne en De isla en isla, esta vez como una aventurera expulsada de todas las islas de los mares del Sur. Ironizó deliciosamente en esta imitación de Sadie Thompon y se vistió de marino para cantar piropos a los chicos de la Armada. Ella era el más guapo de todos.
Por supuesto, Marlene es un producto onanista, pero de muy alto estilo. Una doctora Jeky11 que salió divina y en lugar de asustar como el pesado de Spencer Tracy, fascinaba al público. Son los límites más inquietantes del transformismo. Supo trascenderlos como nadie. En una época en que las gentes del cine tenían rostro -lo recordaba la Swanson en Sunset Boulevard-, ella tuvo el que mejor se adecuaba a todos los experi . mentalismos. Pudo ser Gioconda, Fornarina, la Velata, Elena Fourment, todas las grandes inspiradoras de la gran pintura. Pero eligió ser Marlene del Cine.
Esa mujer llamada Madonna ha llegado al punto de querer ser Marlene, después de pre-
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tender parecerse a Marilyn. La pobre se ha limitado a inventa: lo que ya estaba inventado: la fotocopia. Lamentablemente eligió la fotocopiadora más barata del mercado. No hablemos de cierta Marta Sánchez, que ha querido ser Marilyn, Marlene y encima, Madonna. Incluso la imitación del artificio se ha degradado. Incluso el onanismo se vende a cuatro duros, en las grandes rebajas del gusto. Las cuchilladas de la cirugía estética no han conseguido hacer de gente como Cher más que una parodia de la extravagancia. A ese muchacho Jackson, el que brinca, le han dejado una cara absurda; en su empeño por parecerse a Liz Taylor se ha quedado en la abuela de Shirley Temple. Es sintomático que Marlene, con cirugía o sin ella, no se pareciese a nadie. Es la grandeza de la invención y no la servidumbre de la copia masificada.
Pero hay una servidumbre de otro tipo, en el mito Marlene. El profesor Unrat se convirtió en su esclavo permanente cuando la descubrió haciendo de Lola-Lola. La sumisión del macho en manos de una hembra devoradora no es un tema nuevo; me temo que nunca lo fue. "Esas perversas que tanto nos gustan", decía un día Berlanga. Gustaron siempre y siempre fueron temidas y castigadas. La literatura egipcia del Imperio Medio cuenta con algunos libros de proverbios morales que previenen a los adolescentes contra las mujeres que tienen ojos como gatos. Las sucedió con gran ventaja aquella poderosa Onfala que. esclavizó al propio Hércules. Es precursora del tipo de domina que hacía estragos en las prósperas revistas sadomasoquistas de los años veinte. No podía encontrar Von Sternberg terreno mejor abonado para sus fetichismos que esclavizarse ante su propia creación. Al mismo tiempo, nadie mejor que él para construir a su dueña según la imagen deseada. Así crea a Marlene a partir de Marruecos como si fuese una muñeca hinchable continuamente realzada por el imperio expresionista de las luces y toda la parafernalia que Stendhal denominó "artillería de la coquetería femenina". Así, iría creando en torno a su Galatea todo un universo de barroquismo delirante, en el cual plumas, sedas, joyas y ligueros serían estiletes de la voluntad de la fémina para esclavizar a perpetuidad.
Y aún queda ese nombre que resuena con las cadencias de la leyenda. Nadie más podía llamarse Marlene. Lo escribió Cocteau, rizando el rizo: "Tu nombre empieza como una caricia y acaba como un latigazo". Todavía hoy el nombre de Marlene es una magia; su sentido de la imagen, una religión. Mientras los actuales sex symbols femeninos o masculinos nos aburren hasta la saciedad, ella se erige como el último recuerdo de una época en que el erotismo siempre tenía reservada una última emoción. Así era también el gran cine. Algo que siempre nos acompañaba. Me lo recordó Jaime Gil de Biedma cuando, pocos días antes de morir, me pidió Shanghai Express y Devil is a woman. ¿Qué evocaría el poeta en aquellos momentos? Sin duda esa edad en que, también para él, fue el cine un estremecimiento, una caricia y un latigazo.
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