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Racismo, nuevos argumentos para un debate antiguo

1. Acaso la versión moderna más significativa del racismo se está manifestando en el problema de la inmigración. El apartheid y la segregación racial no son ya más que un monstruo que agoniza. Ningún movimiento significativo quiere hoy el exterminio de las razas inferiores ni cree seriamente en la superioridad de la propia raza: no son estos caducos planteamientos los que han recobrado fuerza amenazadora, aunque en alguna esquina de la ciudad un imbécil lo haya gritado o lo haya pintado. Es más bien un sentimiento defensivo de identidad nacional y cultural lo que induce a postular el alejamiento de los diferentes. "Francia la francesa", "Europa para los europeos", significa xenofobia, pero convence a demasiada gente. Lo demás (los Ku Klux Klan de niñatos o de cuarentones histéricos, las balas perdidas neofascistas, las represalias ciudadanas contra gitanos, las palizas callejeras, etcétera) no merece un artículo ni una seria preocupación: son simplemente delincuencia, y sólo merecen la respuesta del Código Penal.Lo peligroso cultural y políticamente es el racismo civilizado, que no grita por las calles, sino que aprovecha conflictos reales e insatisfacciones sociales para proponer soluciones salvíficas que sacrifican a algún colectivo (necesariamente minoritario), que prometen orden y limpieza por medio de identificar, acumular y expulsar a través de un alcantarillado (eso sí, legal) todo aquello que estorba o que resulta molesto: los drogadictos, los gitanos, los mendigos y, ahora, los otros, los inmigrantes.

2. La inmigración es un efecto del principio de los vasos comunicantes. Los habitantes de comunidades pobres emigran a los lugares de la abundancia buscando la prosperidad. España conoce bien esta legítima aspiración de sacrificar la raigambre para buscar dinero. La inmigración es el fruto de la desigualdad, que origina flujos de reequilibrio, a menos que se intercepten.

Si hasta los años ochenta la inmigración laboral en Europa fue un fenómeno funcional a su economía, por constituir una mano de obra barata, en una segunda fase (sobre todo a partir de la consolidación de las políticas de reagrupamiento familiar), los inmigrantes fueron asentándose en los lugares de destino con sus familias; no sólo creció el número, sino que cambió la forma de ser inmigrante. Se incrementaron los costes de reproducción a cargo del país de destino, se generaron tensiones sociales, y el inmigrante comenzó a ser reivindicativo, compitiendo laboral, social y culturalmente con el autóctono. Desequilibrios sociales, paro, inseguridad ciudadana, tráfico de droga, fueron fenómenos que comenzaron a asociarse con la inmigración. El inmigrante es ya un rival, un parásito, una rémora. Los taxistas, los oficinistas, los tenderos, empiezan a quejarse de "tanto negro por la calle".

3. La construcción de una Europa fuerte, competitiva, etcétera, comporta objetivamente la necesidad de blindar sus puertas. La existencia de zonas geográficas muy ricas colindantes con países subdesarrollados (norte de África, este de Europa) sólo se mantiene con fronteras estrictas. Sólo cabe un cupo de inmigrantes, sobre todo si el propio sistema de los países desarrollados tiene paro estructural y bolsas de marginación por sí mismo: es necesaria una política de extranjería, unos límites a la inmigración, lo que duele especialmente a España, no sólo por ser puerta de Europa, sino por estar acostumbrada a la arbitrariedad, la improvisación y los planteamientos policiales, sin una verdadera política pensada y planificada.

Carta de residencia y permiso de trabajo han sido los ojos de aguja de los inmigrantes en España después de la contestada ley de extranjería de 1985 y de los decretos de regularización de inmigrantes ¡legales. Podría discutirse mucho la política de extranjería europeo-española tanto en sus aspectos sociales como en los puramente técnico-jurídicos, que rozan la indefensión de grandes colectivos y apenas recortan el excesivo margen de arbitrariedad de la Administración. Pero habrá que evitar, desde luego, una respuesta simplista al problema. No puede ignorarse que desde la lógica nacional y desde las preocupaciones que seguramente la sociedad impone al Estado, la política fronteriza tiene que ser necesariamente restrictiva, con unos matices u otros. Cabrían gestos más o menos acertados (por ejemplo, regularización de todos los presentes en territorio nacional en la actualidad, a modo de borrón y cuenta nueva), pero el contexto nacional e internacional compele al Gobierno español a echar la llave y no abrir sin utilizar la mirilla. No cabe una política de fronteras abiertas en abstracto, sin ocuparse de las consecuencias para los nacionales y para los propios inmigrantes de su permanencia en España, pues ello podría comportar .un perjuicio especialmente gravoso para los sectores sociales más desfavorecidos. Parece más eficiente incrementar los esfuerzos por llevar a cabo unas políticas coordinadas con los Estados de las zonas deprimidas que nos circundan, en orden a favorecer el desarrollo de su propio territorio. Esto es cierto, y no debe ingenuamente perderse de vista si se quiere encarar el problema de frente. La política restrictiva de inmigración es, pues, lógica desde el discurso económico, desde la construcción de la Europa fuerte. Su única objeción no es de tipo lógico: es que resulta insolidaria.

4. ¿Qué hacer entonces? Superadas las lecturas más simplistas, no hay que atenuar, sin embargo, la voz de alarma. Alarma cultural, social y política en esta nueva Europa que corre el riesgo de secarse y convertirse en una gran familia burguesa, con puertas blindadas de seguridad, que ve cómo se ahogan los foráneos al querer entrar por la ventana. La competitividad, el bienestar, la seguridad, son razones para poner un dique al Tercer Mundo, y por ello habrán de preferirse soluciones globales antes que una generosidad nacional mal calculada que inunde inútilmente nuestros jardines. Pero la verdadera Europa, la que siempre nos gustó, además de competitiva y segura, tiene la obligación de ser solidaria. Los ciudadanos tenemos derecho a exigir a nuestras instituciones políticas una dosis de solidaridad real (es decir, una solidaridad con trascendencia presupuestaria), del mismo modo que puede reclamársele que contenga la inflación o que proteja las fronteras. El Estado no puede ser un mal gestor (y por esto no puede ignorar en sus decisiones la lógica económica), pero tiene que ser algo más que un gestor. La política de inmigración puede buscar algo más que la eficiencia, puede incorporar las mismas razones de solidaridad que hace una década hubiéramos reclamado los españoles de Suiza o de Alemania y que dentro de dos décadas quizá estemos reclamando de Finlandia o de Saturno.

Pero las previsiones no son optimistas. Los sindicatos no tienen una actitud clara. Algunos movimientos ciudadanos surgen, sin los que no cabe articular ninguna respuesta, pero las concentraciones y las mesas redondas no son hoy instrumento suficiente para hablar a la opinión pública. La reivindicación social, en un tiempo en el que se vislumbra un horizonte de restricciones, no es precisamente la de acogida. En cualquier caso, la calidad de los argumentos de una cultura democrática de la solidaridad (forjada en las escuelas, prensa, instituciones, partidos, universidades, organizaciones no gubernamentales, etcétera) no será un factor despreciable en esta batalla nueva contra el racismo, es decir, contra el egoísmo.

Miguel Pasquau Riaño es profesor titular de Derecho Civil de la Universidad de Granada.

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