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Crítica:MÚSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Frederica la grande

El Teatro Lírico Nacional presentó el domingo pasado a Frederica von Stade (Nueva Jersey, 1945), uno de los grandes descubrimientos de Rudolf Bing en la ópera Metropolitana de Nueva York. Asistida por el excelente pianista californiano Martin Katz, Frederica von Stade desarrolló un programa polifacético con dos grupos básicos (Mahler y Poulenc), obras liriche de Respighi, Pizzetti y Puccini, melodies de Messiaen y Satie y arias de Gounod, Thomas, Offenbach y Rossini.

Poesía, drama y pasión

Teatro Lírico Nacional

Frederica von Stade, mezzosoprano. M. Kats, piano. Obras de Fluccini,Respighi, Pizzem, Mahler, Gounod, Thomas, Offenbach, Messiaen, Satie, Poulenc y Rossini. Auditorio Nacional, Madrid, 26 de abril.

Frederica von Stade es intérprete en la más amplia dimensión del término. Hace poesía, drama, pasión, divertimiento, pintura o evocación, según convenga a cada autor y a cada obra, y domina los idiomas con perfección -salvo el nuestro-. El decadentismo sustancial de la generación italiana del ochenta o la alta y al mismo tiempo sencilla poética de Mahler en sus Rückert-lieder tuvieron acentos precisos, tonos coloreados, flexiones de gran belleza que decidieron también los trozos operísticos. Magnífica la traducción de ¿Conoces el país? de Thomas, o la explosión de gracia sin concesiones en el fragmento de Offenbach perteneciente a La gran duquesa de Gèrolstein que cerró la primera parte del recital en clima tan entusiasta como ya lo había sido la recepción dispensada por nuestro público a Frederica la grande.

Tres franceses del siglo XX, tan diversos como Satie, Poulenc y Messiaen, renovaron la sorpresa. En sus Tres melodías, de 1930, sobre textos propios y de su madre, Olivier Messiaen evidencia el refinamiento de su idea y de su estilo, así como la belleza de un piano que, a veces, parece iluminado por Albéniz. No es de extrañar, dada la pasión albeniciana del autor de San Francisco. Eric Satie, ya se sabe, es Eric Satie: un espíritu burlón y lírico a su pesar como quedó claro en la musicalización del curioso poema de Léon-Paul Fargue, La statue de bronze.

Y en fin, Poulenc. Un capítulo aparte como merece el Franz Schubert de la Francia contemporánea a cuya música aportó 140 canciones admirables. La Courte-paille fue el último ciclo de canciones de Poulenc escrito en 1960 sobre textos de Maurice Carème (Wabre, Bélgica, 1899), un poeta "a medio camino entre Francis Jammes y Max Jacob", como dice Poulenc. Prestó especial atención al tema de los niños, que trató un tanto en paralelo con nuestro Lorca. Las siete pequeñas obras maestras que componen el grupo responden a la naturaleza y las incitaciones de la palabra poética y hacen una sola fuente creativa de la voz y del piano.

Tras la brillante Nacqui all'affano, de Cenerentola, de Rossini, la tarde terminó con tres propinas muy rogadas por el público a -la nueva demostración de esta artista grande en esencia, presencia y potencia.

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